
Melodía para la justicia








En la travesía por las tierras de Mikawa, Iwuro Yamada encontró un templo en la carretera principal. Llevaba andando desde el amanecer. Debía descansar antes de que se quedara sin fuerzas. Descubrió, tras deslizar la puerta, tres figuras entre aquellas cuatro paredes. Ajustó el daisho en el obi que rodeaba el kimono y avanzó con visible esfuerzo. Iwuro alzó la voz. Expresó un saludo general a los tres. Ellos contestaron con miradas desconfiadas. En el centro, ardía un pequeño fuego que calentaba una tetera. Iwuro Yamada se presentó, dejando el hatillo que cargaba a sus pies. Lo hizo con gestos decididos y voz potente. Ninguno devolvió el saludo aunque hubo una persona que se arrodilló frente a él.
–Señor, le agradeceríamos que nos ignorara por completo. Hemos pasado una serie de penurias desde que abandonamos nuestra aldea. No podemos corresponder como se merece.
–No esperaba una historia trágica cuando paré a descansar. ¿Puedo saber de qué se trata?
–En realidad, ha sido culpa nuestra. Viajábamos a la ciudad de Okazaki con todo el arroz que habíamos recolectado. Este año pagaban menos por la cosecha, ya que había sido buena en todo el país. Decidimos jugarnos los beneficios en una casa de apuestas.
–Ah, entiendo. Vosotros jugasteis y perdisteis.
–Nada de eso, señor. Triplicamos nuestras ganancias. Íbamos a marcharnos de la ciudad cuando nos asaltaron. Ha sido esta misma mañana. Los bandidos sabían que habíamos ganado mucho dinero. Nos lo quitaron todo.
–Incluso el dinero que habíamos escondido en las sandalias –dijo, lastimoso, el campesino más alejado del fuego. Era de aspecto fornido.
–Puede que os vigilaran desde que pusisteis un pie en la casa de apuestas. –Iwuro tomó un vaso de barro y un diminuto saco del hatillo a sus pies. Esparció el contenido del saco en el interior de la tetera. –Déjenme obsequiarles con una bebida revitalizadora. Traigo aquí raíz de ginseng y otras hierbas aromáticas. Les sentará bien.
–Si me disculpa, señor, solo queremos beber el agua caliente para entrar en calor, dormir un poco y seguir nuestro camino.
–Nada de eso, Jun. Aceptaremos la invitación del señor –dijo el campesino que había estado callado hasta aquel momento. –Usted es samurái, ¿verdad?
–Así es. Pero no me toméis por un gran señor. Mi padre era un samurái de tercera. Murió en acto de servicio y el señor Suzuki me concedió el honor de sustituirlo.
–Está usted en la obligación de impartir justicia, ¿no es cierto?
–Lo que dices es correcto. A falta de un magistrado, un samurái puede asumir la autoridad en una zona remota. Me obliga el código del bushido además de las leyes de la región.
Los tres campesinos arrastraron sus rodillas hacia el samurái hasta rodearlo por completo.
–Permítame presentarnos, señor. Mi nombre es Hachiro, soy el mayor de los tres. Por esa razón ejercía de tesorero. Aquel es Goro, muy fuerte y de carácter confiado. Por último, está Jun. Es el único que puso reservas cuando apostamos el dinero.
–Ya veo… usted es el listo, Goro pone la fuerza bruta y Jun es el desconfiado.
–Le ruego su ayuda, señor. Si pudiera recuperar nuestro dinero, salvará a una aldea de un año de miseria. Le podemos dar una cuarta parte del oro que nos corresponde.
–Serían veinte Ryo, señor –respondió Jun con celeridad–. Para un samurái de tercera, como dice ser, significa una pequeña fortuna.
–Es el honor de mi señor lo que me obliga, no la recompensa. De todas formas, aceptaré con gusto el pago. Descansemos esta noche. Al amanecer, me acompañaréis hacia Okazaki y trazaremos un plan.
–¿No sería mejor pensar algo ahora? –preguntó Goro.
–Debemos conocer el terreno que pisamos, amigo. Y eso sólo puede conseguirse en el mismo terreno. Descansad, ¿Os gusta la música?
Los campesinos se miraron entre ellos, confundidos. Iwuro Yamada buscó en el hatillo un momento hasta dar con una flauta dulce. Comenzó a tocar una melodía suave y lenta que sorprendió a los aldeanos. Se quedaron dormidos con aquella canción, albergando esperanza en sus corazones.
A la mañana siguiente, regresaron a Okazaki con la intención de recuperar el dinero. Tras recorrer media jornada de viaje, llegaron al pueblo. Una vez en la entrada, Iwuro preguntó a Hachiro por la casa de apuestas. Los campesinos dirigieron al samurái por las calles del pueblo hasta llegar al edificio. En la puerta se encontraban seis hombres armados con el daisho completo. Aunque se les veía alerta, el lenguaje corporal que mostraban era sosegado. En los kimonos, Iwuro pudo ver seis emblemas distintos. Las seis flores estampadas eran distintivos de casas menores extintas. Sintió que Hachiro tiraba de la manga con insistencia.
–Fueron aquellos tipos, señor Yamada.
–¿Está seguro? Parecen trabajar en el local…
–Estoy seguro, señor. –Los dos campesinos restantes asintieron ante las palabras de Hachiro, reforzando la acusación.
–Son ronin contratados. Esta fuerza es superior a la que yo esperaba.
–¿No puede detenerlos? –Preguntó Jun.
–Claro que no. Esos tipos son veteranos de guerra, me partirían en dos antes de poder desenvainar.
–¿Qué podemos hacer? –preguntó Hachiro con ojos de pánico.
–Veo un establo justo ahí. Vayamos hacia allá y recapacitemos.
–¿No va a ayudarnos?
–Claro que sí, salvo que debo encontrar una forma adecuada de hacerlo. Una en la que sobrevivamos todos.
Entraron en el establo ante la mirada indiferente de los ronin. Comprobaron que nadie estuviera en aquel recinto. Una vez que se cercioraron de que estaban solos, Iwuro ideó un plan para rescatar el dinero.
–Está claro que aquellos que os asaltaron trabajan para la misma casa de apuestas. Haremos lo siguiente, entraré para ver dónde guardan el dinero. Esperadme aquí.
–¿Con qué excusa va a entrar, señor? –preguntó Jun.
–Preguntaré por el empleo de espada de alquiler. Será una cobertura perfecta. No salgáis de aquí hasta que regrese. Hachiro, guarda mi fardo.
Iwuro Yamada salió por la parte posterior del establo, dio la vuelta a la manzana y encaró la entrada de la casa de apuestas como si acabara de llegar. Los samurái contratados se tensaron como un arco. Iwuro saludó con amabilidad y preguntó si podía ver al dueño del establecimiento. El ronin más cercano a él, entró al edificio y pidió que lo siguiera. Obedeció al hombre en el interior de la casa de apuestas. Subió unas escaleras hacia el piso superior. Un segundo bushi ascendió detrás, cortando la retirada. Notó la experiencia de aquellos hombres. Lo observaban sin dirigir la mirada de forma directa. Habían evaluado la fuerza de Iwuro como él había hecho con ellos. El primer ronin lo condujo a una habitación donde un hombre de mediana edad repasaba las cuentas del día anterior.
–Señor, este samurái quiere trabajo.
–¿Ah, sí? Ya tengo suficientes hombres. ¿Por qué debería contratarlo?
–Mi señor –intervino Iwuro –, mi clan ha desaparecido hace poco. Me encuentro deambulando por esta provincia, sin dinero. Busco una tarea que pueda realizar sin que mi honor se vea perjudicado por ello. La espada es todo lo que tengo.
En todo momento, Iwuro se fijó en la estancia. El hombre de mediana edad tenía sobre aquel escritorio suficiente dinero como para saldar la deuda de los campesinos.
–Comprendo la situación. Esta tarde esperamos a muchos clientes. Me vendrá bien un hombre de refuerzo. Pásate por aquí en cuanto se ponga el sol.
–Así lo haré, señor. ¿Cuánto está dispuesto a pagarme?
–Te daré un Ryo. Es solo por hoy, mañana podrás seguir tu camino.
–Gracias, señor. Me parece un pago justo.
Tras una reverencia, Iwuro salió de la casa de apuestas por donde había llegado. Dio la vuelta a la manzana y regresó al establo. Los campesinos esperaban con los ojos muy abiertos.
–Me han contratado esta noche. De todas formas no iré. Tengo un plan para que recuperéis vuestro dinero. Ahora mismo, el dueño de la casa de apuestas está contando las ganancias de ayer.
El samurái tomó el hatillo donde guardaba sus cosas. Desató los nudos y extendió la tela en el suelo del establo, lejos de los caballos. Tomó un saquito junto a la flauta dulce y una vela. Con la cera de la vela, selló los agujeros de la flauta. Los campesinos observaban atónitos al samurái, esperando la explicación de aquel plan.
–¿Qué vamos a hacer? –pregunto Hachiro, impaciente. Los tres sudaban por la tensión.
–Necesito que atraigáis la atención de los hombres que vigilan la entrada. –Entre las posesiones desplegadas en el suelo, Iworu disponía de tres pequeños saquitos y cuatro tarros de cerámica. Tomó uno de los pequeños sacos y sacó cuatro dardos diminutos. Acto seguido, impregnó los dardos en la sustancia aceitosa del interior de uno de los tarros.
–Señor, ¿cómo vamos a atraer la atención de esos hombres?
El samurái introdujo uno de los dardos en la flauta sellada. Los demás los guardó en el bolsillo del kimono. Observó el interior del establo, buscando alguna respuesta.
–Provocaréis una estampida. Goro, retira los cerrojos de las cuadras. Hachiro, tú y Jun hostigaréis a los caballos cuando os haga una seña.
–¿Se va a marchar, señor? –preguntó Goro mientras retiraba las cuerdas que sujetaban a los caballos.
–¿Ves aquellos toneles amontonados? Estaré detrás. Sujeta las puertas hasta que llegue.
Tras dar aquellas instrucciones, Iwuro salió por la parte posterior de la cuadra. Rodeó el edificio y tomó la posición que había señalado. En aquel instante, realizó la seña a Goro. Las puertas de la cuadra cedieron ante la embestida de las monturas. Los caballos corrieron calle arriba ante la atónita mirada de los ronin. Tres de ellos arrancaron una carrera tras las bestias de monta. En aquel instante Iwuro hizo uso de la flauta, convertida en cerbatana. El dardo hizo blanco en la nuca del samurái que lo había guiado hasta el jefe. Cargó otro dardo envenenado y acertó en el cuello del siguiente ronin, todavía confundido. Entonces salió de la cobertura, desenvainando la catana.
Antes de que alcanzara la entrada de la casa de apuestas, los bushi enveneados cayeron al suelo, inertes. El que quedaba en pie desenvainó la catana con velocidad y cruzó el filo con el de Iwuro. Tras cuatro arremetidas fallidas, el samurái supo que aquel ronin era superior en esgrima. Le tocó a él retroceder por la calle, pendiente de rechazar las mortales estocadas. Había perdido tanto terreno que se encontraba a las puertas del establo. Cuando estaba seguro de que perdería algún miembro en aquella refriega, una lluvia de herraduras oxidadas cayó sobre aquel ronin. Los campesinos habían acudido a ayudar a Iwuro Yamada, lanzando lo primero que tenían a mano. Junto a las herraduras, arrojaban tablones, fustas y aparejos. Aquello proporcionó al samurái el momento adecuado para contraatacar. Rasgó una pierna de su rival y penetró el vientre con el acero de su espada. Sin esperar a que el cuerpo cayera al suelo, Iwuro regresó a la casa de apuestas.
Subió las escaleras mientras envainaba la catana. Tomó la flauta de nuevo, cargándola con el tercer dardo. Abrió la puerta pesada de la oficina y no ofreció ni un segundo al jefe para reaccionar. El dardo se clavó en la frente del objetivo. El veneno se extendió con velocidad, dejando en el semblante de aquel hombre una mueca de sorpresa. No contó el dinero que había, se limitó a tomar la torre de monedas más alta de la mesa. Regresó al pasillo, listo para abandonar la casa. Al pie de las escaleras esperaban los campesinos, con expresión de terror. Los tres ronin regresaban por la calle. Montaban a pelo tres de los siete caballos que habían salido del establo. Se percataron del ataque cuando vieron los cuerpos caídos de sus compañeros. Acudían con las espadas desnudas y furia contenida.
–Seguidme, iremos por detrás. Saldremos por las cocinas.
Los cuatro se dirigieron a la parte posterior de la casa, buscando una salida alternativa. Encontraron una puerta que daba a un callejón sin gente. Salieron al exterior en una zona que parecía solitaria. En aquel momento, Iwuro alcanzó el dinero y se lo entregó a Hachiro.
–Aquí hay mucho más de lo que nos robaron.
–Así prosperará vuestra aldea más tiempo. Ya he descontado mi parte. Ahora, marchaos.
–Gracias, Iwuro Yamada. Serás acogido en la aldea de Yshurima como si fueras el emperador.
Los campesinos hicieron una última reverencia al samurái y corrieron por el callejón hacia la calle principal. En aquel momento, Iwuro observó como uno de los ronin irrumpía frente a ellos, todavía montado a caballo. Recargó la flauta y usó el último de los dardos antes de que arremetiera contra los atemorizados aldeanos. Impactó con certeza en la mejilla. El efecto del veneno acudió mientras los campesinos esquivaban las estocadas furiosas del ronin. Una vez que cayó de la montura, los aldeanos reanudaron la carrera, abandonando Okazaki tan rápido como daban sus piernas. Iwuro estaba observando el cuerpo sin vida del bushi cuando, a su espalda, escuchó otras voces.
–Sabemos que has sido tú quien ha matado al jefe.
–No saldrás con vida de aquí. Vengaremos a nuestros compañeros.
–Me llamo Iwuro Yamada. Estoy listo para morir. Vosotros me acompañaréis al más allá.
Desenvainó tanto la catana como el wakizashi. Había vivido una apacible existencia, centrado en las artes. Era el momento de acabar aquel recorrido mediante la espada. Aunque aquel fuera su último momento, vendería cara la vida que trataban de arrebatarle.
