Botín inesperado
Los dos capitanes compartían mesa en aquella taberna del puerto. Hablaban en susurros para que el idioma no los delatara. Santo Domingo estaba atento a los acentos enemigos del imperio español. Alan Baker y Cristopher Paige echaron amarras bajo bandera portuguesa. Si los soldados del imperio los descubrieran, les acusarían de espionaje. Nada más lejos de la realidad. Alan Baker y Cris Paige ejercían la piratería. El destino para ellos era tan oscuro como las profundidades del océano. El riesgo de aquel encuentro merecía la pena.
–Es un placer volver a verte, capitán Paige. Tengo noticias de nuestro amigo Jack Rider.
–Jack Rider está muerto.
–He encontrado el lugar exacto donde escondió el tesoro. –Baker había bajado la cabeza hacia el oído de su compañero.
–¿Estás de broma? ¿Cómo lo has logrado? ¿Dónde está?
–Te diré que se encuentra enterrado en la isla de Santa Clara. La situación exacta del tesoro me la reservo, por el momento.
–Me tomas por idiota, Santa Clara no está en el Caribe.
–Es un pequeño islote en la ruta hacia Costa Rica. No sale en nuestros mapas. –Baker redujo el sonido de las palabras cuando notó a cuatro marineros irrumpir en la taberna. –Tendrás que seguir mi barco, tengo las coordenadas. Es información de primera. Solo los navíos españoles pueden llegar a esa isla.
–Han pasado cinco años desde que Rider huyera con el botín, ¿cómo sabes que sigue donde lo dejó?
–Porque estuvo pudriéndose en la bodega del galeón Santa Catalina hasta que lo ahorcaron. Billy Meyer estuvo con él. Fue quien me lo contó todo.
–¿Billy, el rata? ¿Cómo sobrevivió a los españoles?
–El galeón encalló en la isla Guadalupe durante una tormenta. Liberaron a los prisioneros para llevar el barco de nuevo al agua. Billy hizo lo único que se le da bien.
–Escabullirse como una rata… –Paige tragó el vino del vaso. Tomó la jarra y volcó unas pocas gotas. No quedaba más.
–Exacto. Me encontré con él justo cuando llegaba al puerto de Guadalupe, tambaleándose por el hambre y la sed.
–Me estás tomando por idiota de nuevo, Baker. ¿Estás diciendo que lo recogiste en tu barco? ¿Se ofreció él a subir contigo? ¿A pesar de la tración?
–Vuelves a acertar, capitán Paige. ¿Acaso no me sonríe la fortuna? Es una buena señal. Billy me contó cada acontecimiento desde el momento en que nos robaron. Cada paso que dieron durante cinco años está ahora en mi cabeza. No duró demasiado, ya que fueron apresados en Puerto Rico. Por desgracia, Billy Meyer no sobrevivió mucho tiempo. Tuvo fiebres altas y una noche no volvió a despertar.
–Me alegro de que muriera. De lo contrario, lo habría matado con mis propias manos. Eres custodio de la última pista del tesoro que nos robó Rider.
–Treinta mil doblones de oro. Necesito tu ayuda para recuperarlo.
–¿Qué se supone que debo hacer?
–Actuar como refuerzo. He contrastado la información. Hay que desviarse cuarenta grados al norte de la ruta establecida para llegar a Santa Clara. Necesito un barco como el tuyo para que me cubra las espaldas.
–No seré avaricioso, quiero mi parte. Las diez mil monedas que pacté con Miller y contigo en el pasado, serán suficientes.
–¿Me dejarás veinte mil? Es algo que me agrada, sin duda.
–Con una condición, Baker. Mis hombres se quedarán en el barco, será tu tripulación la que recupere el botín. Una vez que regreséis al Intrépido, repartiremos el tesoro.
–Nada que objetar. Te recomiendo que aprovechemos el día y salgamos cuanto antes.
Los dos capitanes se pusieron en pie al mismo tiempo. Paige dejó algunas monedas de cobre sobre la mesa antes de salir hacia el exterior soleado. Cada uno de ellos abordó su propio barco. Baker subió al Intrépido mientras Paige tomaba la pasarela hacia el León Marino. Los contramaestres salieron al paso de los oficiales. Ambos ordenaron soltar amarras y marcaron el rumbo hacia Costa Rica. Una vez en alta mar, el León Marino fue a la zaga del Intrépido hasta el final de la travesía.
Aquella ruta era un encuentro continuo con naves españolas. Habían coincidido con dos caravanas mercantes y tres naves de guerra. Baker se mantuvo lejos de aquellas embarcaciones para no levantar sospechas. Las dos naves se movían bajo el amparo de la bandera portuguesa. Con las embarcaciones militares se mantuvieron a más de veinte millas para evitar la comunicación por señales. Paige se movía inquieto por la cubierta. Había mantenido al León Marino a media milla del Intrépido, intentando la comunicación con banderas. Todo aquel tráfico era preocupante. Las probabilidades de que todo saliera mal aumentaban con cada milla. Baker, al fin, contestó a los mensajes de Paige. Habían llegado a la isla poco antes del amanecer.
Esperaron al despunte del alba antes de realizar ninguna acción. Ambos navíos aproximaron los cascos hasta unir las bordas. Para sorpresa de ambos, la isla no ocupaba más de una milla de extensión. En la zona sur, amarrado a un muelle precario, un galeón español esperaba órdenes. El nombre de la embarcación era San Vicente. A pocos metros, ya en tierra firme, se alzaba una pequeña fortaleza. Baker contó los cañones en cada una de las tres plantas. Cuarenta por cada piso. Un ataque frontal sería un suicidio. Bajó la cabeza y maldijo la mala suerte.
–¿Qué ocurre, capitán Baker? ¿Se han alterado tus planes?
–No sabes hasta qué punto, Paige. Esos soldados están sobre nuestros cofres. El punto exacto del tesoro está en el interior de la cara norte de esa fortaleza. Es mejor que nos marchemos antes de que ese galeón observe nuestra presencia.
–Tal vez no debamos irnos con las manos vacías.
–¿Qué insinúas, Paige?
–El galeón, Baker. Lo abordaremos y nos llevaremos la magnífica nave de guerra hacia la isla Tortuga.
–¿Estás loco? Ahora sí que te tomo por idiota, Paige. Un navío de esa magnitud debe tener unos quinientos soldados, además de la tripulación para su manejo.
–Pero está amarrado, eso significa que la mayoría de la tripulación está en tierra. Si te fijas en la arena, hay centenares de huellas. –Paige desplegó el catalejo hacia la cara sur de la fortaleza. –Observa justo allá. Hay muchos desperdicios acumulados.
–Es cierto, parece que están todos dentro. Necesitamos un plan para acercarnos al navío.
–Lo tengo claro, Baker. Usaremos las barcazas para el desembarco. Envolveremos los remos en tela, así evitaremos el ruido. Debemos hacerlo ya, antes de que despierten. Falta poco para que puedan vernos.
–¡Vamos, maldita sea! ¡Hagámoslo ahora mismo!
El capitán Paige cruzó la pasarela hacia el León Marino tan rápido como pudo. Diez hachuelas al unísono, cortaron los cabos que fijaban bordas. Los navíos se separaron poco a poco mientras cada hombre en cubierta preparaba el asalto. Las dos tripulaciones se afanaron en seguir las instrucciones de los capitanes. En menos de un minuto, cuatro botes estaban preparados para el abordaje del galeón. Paige y Baker dieron instrucciones a sus contramaestres ante una rápida retirada. A continuación, abordaron las barcazas y ordenaron el avance. Los remos hendían el agua en silencio, avanzando metro a metro hacia el galeón español.
Baker y Paige situaron las barcas en el lado de estribor. Era la borda más alejada de la isla. Lanzaron los garfios y la tripulación fue trepando por los cabos hacia la cubierta principal. En la isla, de pronto, sonó una corneta. Aquello significaba que la guarnición de la fortaleza estaba a punto de levantarse. Los dos capitanes se miraron con gravedad. Apresuraron el ritmo, subiendo por el cabo colgado. Sobre aquella cubierta ya había siete cuerpos españoles degollados en el suelo. Paige dirigió a sus hombres hacia el castillo de proa. Baker hizo lo mismo hacia el castillo de popa. Ambos grupos fueron asesinando a quien se cruzaba por delante. Quince hombres murieron hasta que llegaron a la segunda cubierta.
Resguardados del exterior, una guarnición de vigilancia acababa de desperezarse en aquella zona. Paige irrumpió por el lado de proa mientras que Baker lo hizo, casi al mismo tiempo, por el sector de popa. Fueron reconocidos como intrusos al instante. El teniente al mando de aquellos hombres, ordenó el fuego de los fusiles. A continuación, los españoles se lanzaron al ataque con espadas y cuchillos en mano. Ambos grupos tuvieron que desaparecer, tanto por la fiereza del ataque como por la superioridad numérica que presentaban. Paige bloqueó los portones hacia la primera cubierta. Baker consiguió frenar el avance español en el camarote de enfermería, cerrando el portón con las cadenas que se usaban para inmovilizar a los pacientes.
Los dos grupos invasores se reunieron en la cubierta principal. En la isla, estaban realizando varias llamadas hacia el galeón. Una serie de voces alertaron a la fortaleza del asalto. Decenas de soldados recorrieron la distancia que había entre la fortaleza y el muelle, preparados para la ofensiva.
–Estamos perdidos –dijo Blake mientras se protegía de los disparos –. ¡Retirada, capitán Paige!
–¡Sabotead el barco! ¡Que no puedan perseguirnos!
Paige y Baker se deslizaron por los cabos hacia las barcazas. A media milla esperaban el Intrépido y el León Marino. Los barcos dispararon los cañones contra la tropa de la playa, cada vez más numerosa. En la cubierta del galeón, la rueda del timón fue reducida a astillas. Las velas, a medio desplegar, comenzaron a arder gracias al fuego provocado por los hombres de Baker. En la fortaleza, los cañones devolvían el fuego contra los barcos pirata, produciendo daños superficiales. Tanto Baker como Paige ordenaron la retirada total. Las barcazas fueron recibiendo a los hombres más rezagados. Una vez llenos, los cuatro botes remaron rumbo a sendos barcos. Entonces, escucharon el estruendo procedente del galeón.
Los soldados españoles habían dispuesto los cañones y estaban listos para disparar. La andanada alcanzó al Intrépido como una enorme bofetada divina. La mayoría de proyectiles alcanzó la línea de flotación del navío, inundando la bodega en cuestión de segundos. Se escoró por el lado de babor con rapidez hasta que el palo mayor tocó el agua. Ante la contundencia de aquel ataque, el León Marino desplegó todo el velamen para alejarse lo máximo posible de aquellos monstruosos cañones.
Entre la potencia de fuego de la fortaleza y la del galeón, el León Marino se vio castigado en el sector de popa. Los capitanes gritaban para incrementar la velocidad de los remos. Era un esfuerzo inútil. Tardarían una hora en alcanzar al barco de Paige a aquel ritmo. Entre tanto, el navío atraía todo el fuego español. Una de las andanadas alcanzó el depósito de pólvora. Cristopher Paige lo comprendió al instante cuando observó la explosión. La parte trasera del León Marino se volatilizó al momento. Los hombres dejaron de remar, sobrepasados por la desazón. El buque de Paige apuntó con la proa hacia el cielo mientras se hundía en las aguas. Por el contrario, el barco de Baker se mantenía a flote por el lado de estribor.
–Dios santo, Paige… ¿Guardabas la pólvora bajo tu camarote?
–¿Por qué te preocupa eso, Baker?
–Porque han volado tu barco, nuestro medio para poder escapar.
–Han volado el tuyo también, idiota.
–Ha sido un hundimiento limpio. No guardo la pólvora bajo mi camarote, sino en la bodega inferior.
–¿Quién es el idiota, Baker? Ahí se humedece. Todo el mundo guarda la pólvora cerca de los cañones.
El fuego en el galeón fue sofocado hasta su extinción. Los soldados de la fortaleza invadieron la cubierta y emprendieron los arreglos de inmediato. Varias barcazas se desprendieron del San Vicente con intención de apresar a los supervivientes. Los náufragos se rindieron sin oponer resistencia. En cuestión de horas, Paige y Baker gozaban de la hospitalidad del imperio español en las celdas de Santa Clara. Aunque esperaban ser ahorcados junto a sus hombres, había algo que jugaba a favor de los capitanes. Aquellas celdas estaban en la posición exacta donde se encontraba el tesoro. Cavaron durante días hasta desenterrar los cofres que Jack Rider les robó en el pasado. Si los españoles tenían una debilidad, esta era la codicia por el oro. Tan solo tenían que esperar el momento correcto y hablar con el oficial adecuado. Con mucha suerte, podrían salvar la vida.
1 COMENTARIO
¡Me encanta! sumergirse en aquellas aguas cálidas, salvajes y feudo de bragados marinos.