Damisela en apuros
La fragata bautizada como Arquero Azul, ondeaba la bandera negra de la piratería. El capitán Seymour Greenfield escuchó la advertencia del vigía desde los jardines de popa. Un barco solitario se acercaba desde el norte. Seymour desplegó su propio catalejo para comprobar aquella información. El veterano navegante esperó hasta alcanzar a ver la bandera de aquel barco. Era negra, como la que ellos mostraban. Desde el castillo de proa, un marinero hacía señales con dos pequeñas banderas en sus manos. Pedían permiso para la aproximación.
–Timonel, diríjase al Bramante. Por fin ha llegado el informe para el asalto. Marinero Huges, devuelva un mensaje de parlamento mediante señales.
–A la orden, capitán –contestaron ambos piratas. Se les veía delgados, casi famélicos.
La fragata corrigió el rumbo para ir al encuentro del nuevo barco. Tras una comprobación visual, el capitán Greenfield ordenó la aproximación total. Una vez estuvieron cubierta contra cubierta, desplegaron la pasarela. Cruzó con agilidad hacia el barco recién llegado. El capitán del Bramante realizó una reverencia. Seymour devolvió el saludo al capitán Spencer. Era bastante más bajo que el capitán del Arquero Azul y con evidente sobrepeso. Aquel aspecto le servía para infiltrarse en los puertos españoles sin que sospecharan de su auténtica procedencia galesa.
–Capitán Geenfield, encantado de volver a verte.
–Capitán Spencer, el placer es mío. Espero que haya conseguido aquella carta de la que hablamos en el último encuentro.
–Así es. Me tuve que pasear por los tugurios de Santo Domingo, Guadalupe y Santa Lucía. No imagina la seguridad paranoica que gastan los españoles… Pude conseguirla tras un buen soborno a un sub oficial de la Santa Magdalena. La lealtad española resulta muy cara de comprar. La tengo en mi camarote. Si es tan amable de acompañarme…
–Una cosa más. Hemos estado mucho tiempo en el mar. Me gustaría que su primer oficial y el mío se entendieran para el intercambio de víveres. Si no quieren intercambiar, podemos comprar parte de sus reservas, siempre que lo considere oportuno.
–Por supuesto, capitán Greenfield. –Volviendo la cabeza a uno de sus hombres, dio la orden de cooperación. –Contramaestre Willis, hable con el oficial del Arquero Azul. Haced inventario de la despensa cuando acabéis. Que nadie me moleste mientras estoy reunido.
Se introdujeron en el camarote donde Spencer ofreció un vaso de ron a su compañero. Greenfield mostraba ansiedad con la mirada. Mientras bebían, solicitó sin palabras aquella carta que tanto deseaba ver. Spencer hizo el gesto universal de cobro por aquel servicio. Seymour buscó en el interior de su casaca azul marino. Sacó tres planchas de oro de un palmo de longitud y un dedo de grosor.
–Esto es lo que le queda al Arquero Azul. Espero que la información valga la pena.
Spencer tomó los lingotes de oro con presteza y los guardó en el primer cajón del escritorio.
–Merecerá la pena, te lo aseguro. Es más… estoy dispuesto a echar una mano en esta gesta.
Del mismo cajón, tomó un estuche de piel y se lo entregó. Después, agotó su vaso y lo rellenó con la botella de ron que había dejado sobre el escritorio. Era de culo amplio para evitar que se cayera debido al bamboleo de las olas. Seymour analizó con detalle el contenido. Era una carta de navegación detallada con una de las rutas que España seguía para trasladar el oro de América hacia la península.
–¿Esta información es correcta?
–De primera. Solo hay un problema… Hay tres buques que llevan el oro en su interior, con respecto a ellos no hay nada que temer. Suelen tener cañones de once libras y de alcance medio. Solo una cubierta, diez cañones en babor y otros diez en estribor. Tal vez dos carronadas como fuerza extra para el asalto cerrado. En todos los viajes les acompaña un galeón de combate. Ya sabes… cuatro cubiertas de artillería con más de un centenar de cañones de veinte libras. Una auténtica fortaleza destructiva.
–No podremos hacer frente a ese monstruo.
–Un barco solo, imposible. Pero Aquí está el Bramante, dispuesto a ayudar por la mitad del saqueo. Y junto a este estupendo barco, tan poderoso como el tuyo, tengo la táctica perfecta para atraer al galeón español fuera de la custodia de la caravana.
–¿Qué táctica?
–Los españoles se creen superiores en muchos aspectos. Si hay alguien en peligro, irán a su auxilio por caridad cristiana. Sobre todo si disponen de una fuerza militar aplastante. Usaremos la táctica de la damisela en apuros.
–Capitán Spencer, no lo tenía por alguien tan osado. Es una táctica arriesgada.
–Créeme, caerán en la trampa. Uno de nuestros barcos ondeará una bandera de algún país aliado del imperio español. Portugal, por ejemplo. El otro se dedicará a acosar al barco que servirá de gancho para el engaño. Disparará postas de madera, así no tendremos que lamentar bajas. El ruido puede que atraiga la atención del galeón. Se aproximará y entonces, aprovecharemos para hundirlo.
–¿Has visto alguna vez algún galeón de cerca? Son enormes, el cambio de munición puede darles un tiempo precioso para derribarnos de una sola andanada.
–Quien disparará será el barco en apuros, apuntando los cañones por debajo de la línea de flotación del galeón. También lanzaremos barriles de pólvora y artefactos incendiarios sobre la cubierta. Los españoles no reaccionarán a tiempo.
–Está bien, parece un buen plan. –Seymour agotó el ron que le había servido su compañero. –¿Y si no pican?
–Pues los dejaremos marchar. Tenemos esta ruta, la usarán más adelante. Mi contacto me contó que hacen de cuatro a seis envíos al año.
–Una cosa más… ¿Quién será la damisela en apuros?
–En esto no hay discusión posible. Será el Bramante. Tengo todo planeado para hundir ese galeón. El Arquero Azul tendrá que desempeñar el papel de asaltante.
–No pensaba aceptar otra cosa. Trato hecho, capitán. ¿Cuánto tiempo tenemos?
–Menos de una semana, según los datos de mi contacto. El punto ideal del asalto es a esta altura, –Spencer desplegó una de sus cartas de navegación y señaló un lugar en mitad del atlántico, a ciento ochenta millas de las islas afortunadas –. Esperaremos hasta que aparezcan. Entonces, comenzaremos la farsa.
–Bien, confío en tu palabra. Brindemos por un golpe bien ejecutado.
–Esto nos va a hacer muy ricos, capitán Greenfield.
Ambos chocaron los vasos y agotaron la botella de ron. Con la mente menos despejada, Seymour abordó la fragata con el estuche de piel bajo el brazo. Una vez en su camarote, preparó el rumbo hacia el lugar de la emboscada. Tras realizar los cálculos, informó a toda la tripulación. Los marineros, cansados de varias semanas sin pisar tierra firme, aceptaron aquel asalto como una buena oportunidad para retirarse. Votaron a favor del plan y prepararon el barco para aquella farsa que les haría ricos.
Durante la mañana del cuarto día, consiguieron divisar el grupo de barcos procedentes del nuevo continente. El Bramante dio la noticia mediante banderas cuando aquel convoy solo era una mancha en el oeste. La información que había proporcionado el capitán Spencer era correcta, tres buques de carga y un galeón como escolta. El Arquero Azul preparó la munición falsa, manteniéndose a una distancia prudencial del Bramante. En cuanto el barco aliado izó la bandera portuguesa, comenzó a disparar los cañones. Seymour no perdía de vista a los barcos españoles con su propio catalejo. El capitán Spencer estaba realizando señales de auxilio al galeón. Con una disciplina que solo habían visto en la marina británica, los cuatro navíos rompieron su formación en línea. Se posicionaron en formación de media luna, avanzando los extremos por delante del galeón y del transporte principal.
–¡Capitán! ¡Los buques no se separan del barco escolta! –El vigía estaba como loco en lo alto del palo mayor, señalando la maniobra de la flota enemiga.
–¡No importa! ¡Sus cañones son de escasa potencia! ¡Nuestro objetivo será el galeón en cuanto el Bramante abra fuego! ¡Sigan con el juego!
Seymour centró la atención en los buques mercantes cuando estuvieron más cerca. La fragata mantenía la distancia con el destacamento sin parar de dirigir el fuego de los cañones a su aliado. Habían abierto las troneras, sacando un armamento muy superior al esperado por el capitán. Aquellos navíos, en apariencia inofensivos, disponían de dos cubiertas de artillería. Spencer se estaba dirigiendo al convoy, cumpliendo con su papel de víctima a la perfección. El sudor frío de la incertidumbre atravesó la piel de Seymour. Había oído hablar de aquella clase de treta. Los españoles hacían pasar buques de línea por cargueros apenas sin armamento para aniquilar a sus posibles atacantes. Cuando aquellos barcos comenzaron a virar para ofrecer su lado de babor, tuvo la certeza de que el viento del destino soplaba en su contra.
–¡Maestro Artillero, armen los cañones con munición real! ¡Apunten a la armada española! ¡Quiero hundido el buque más cercano!
Con cierta confusión, las dos cubiertas de artillería de estribor cambiaron el objetivo. Los cañones se dirigieron al barco que tenían a distancia de tiro. Mediante un sonoro estruendo, los proyectiles volaron hacia el navío español. El treinta por ciento de las balas impactó en la estructura del barco, causando menos daños de lo esperado.
–¡Maniobra evasiva! ¡No son transportes! ¡Son buques de línea camuflados como cargueros!
El Arquero Azul trató de virar tan rápido como le fue posible. El Bramante realizó una maniobra parecida, sin embargo, no encontró piedad. Los buques de línea dispararon sobre el barco, causando enormes daños y derribando dos de sus tres mástiles. Seymour no se volvió a comprobar el estado de su aliado. Sabía que estaba perdido. Aquellos oficiales españoles habían detectado la estratagema. Su única opción de supervivencia era la velocidad de aquel barco británico.
El galeón disparó sus cuatro cubiertas de cañones, llenando el espacio de proyectiles de gran calibre. Los impactos fueron menos del veinticinco por ciento pero causaron estragos en su fragata. Derribaron el mástil de mesana y casi hicieron desaparecer los jardines de popa. Con toda seguridad, el camarote de Seymour estaba arrasado. La pérdida de aquel empuje les hizo perder velocidad. Una nueva andanada, acompañada por los treinta y dos cañones de cada navío, evaporó la andana de popa. El timón estaba inutilizado. La proa comenzó a levantarse debido a la entrada de agua por la zona posterior.
Seymour cerró el catalejo antes de agarrarse a un cabo suelto del palo mayor. Sus hombres se lanzaban al agua, desesperados por salvar sus vidas. Rezó todo lo que recordaba, maldiciendo aquella estratagema española en la que habían caído. Habían acudido como roedores ante un trozo de queso envenenado. Del Bramante solo quedaba visible la cubierta de babor. Parecía una ballena herida que luchaba por seguir nadando. El Arquero Azul tenía su proa apuntando al cielo. Seymour no llegó a tocar el agua. Una nueva andanada del galeón desintegró lo que quedaba a flote de la fragata. La muerte del capitán fue instantánea. Las balas de acero reducían a polvo todo aquello contra lo que chocaban. Lo único que quedó de Seymour fue su brazo, amarrado a un cabo del palo mayor, hundiéndose para siempre en el fondo del océano. Tras acabar con aquellos barcos piratas, el destacamento español recuperó su rumbo con destino a las islas afortunadas. Había sido otro viaje tranquilo con un pequeño incidente.