Una mano afortunada
Alan Wallace decidió abandonar la caravana de peregrinos en aquel asentamiento. Había mucha actividad en aquellas calles a medio edificar. Estaba en la rivera de un río caudaloso y amplio que proporcionaba agua directa de las montañas. El pueblo se llamaba Dalton Creek. La forma de herradura sobre la que se erigía el pueblo llamó la atención de Alan. Aquello le pareció un signo de buena suerte. Su mujer, Silvia Wallace, no estaba convencida con la idea de quedarse. Se dejó convencer, dirigiendo la carreta hacia el interior de la población.
La madre de Silvia pertenecía a la tribu de los Ute. Su padre era un mexicano borracho que nunca tuvo aprecio por ella. Estuvo entre dos mundos hasta que su madre falleció. Tuvo que vivir con un padre que no la quería. Así estuvo dos años hasta que un gringo entrado en años se conmovió por la chica. Alan conoció a Silvia en un pueblo de Nuevo México. Ofreció cincuenta dólares por ella. El borracho los aceptó encantado. Recorrieron los estados de Colorado, Texas y Utah haciendo fortuna como comerciantes. Cuando ella se enamoró de él, la convirtió en su esposa. Alan Wallace respetó a aquella mujer como ella jamás había esperado. Desde que se casó con aquel hombre blanco, su vida tenía sentido. Había adquirido confianza en ella misma aprendiendo a leer y escribir. En cuanto dominó estas materias, aprendió a contar. Se convirtió en una valiosa aliada para formar una nueva familia. Alan confiaba en ella para resolver cualquier circunstancia. Durante diez años de matrimonio nunca habían tenido problemas entre ellos. Sin embargo, aquel capricho inesperado la dejó un poco molesta.
–No pongas esa cara, cielo. Es un golpe de suerte. Una visión del todopoderoso. Tengo la impresión de que debemos establecernos aquí.
–Sueles meditar mejor esta clase de decisiones. La idea era llegar a Arizona. Me sorprende que quieras quedarte en este pueblo.
–Se llama Dalton Creek. Han hecho el cartel delante del puente. Tiene un año de existencia y cuenta con quinientos noventa habitantes. Mira, han rascado la pintura varias veces. El pueblo está creciendo.
–Tal vez sea todo lo contrario y están perdiendo gente.
–Seamos optimistas, Silvia. Necesito que confíes en mí.
La mujer sintió la seriedad con la que Alan imprimía aquella petición. Asintió con firmeza. Aquel hombre le había dado una nueva vida, cumpliría con su compromiso hasta las últimas consecuencias.
Llegaron al centro de aquel poblado. La iglesia ya estaba levantada. Sin embargo, el ayuntamiento seguía en construcción. Dominando la plaza central se encontraba el Salón-Hotel Ferguson. Silvia se quedó en la carreta, desmontando los aros de las lonas y tapando bien sus pertenencias. Entre aquellas cajas se encontraban toda clase de enseres para montar una mercería. No quería que estuvieran a la vista de nadie. En el tiempo que Alan Wallace reservaba una habitación y un corral en la cuadra para las yeguas, Silvia había terminado.
–Por lo visto hay partidas de póker por la noche. Se juegan fuertes sumas de dinero. Creo que voy a participar.
–Ponte un límite, Alan. Ya sabes que el juego es traicionero.
–Vamos, mujer. Llevo sin perder una partida desde hace años.
–Los mismos que llevas sin jugar.
–¿No me hace eso imbatible? –Sonrió con poca fortuna. Silvia no estaba de humor para aquellos chistes.
–Quinientos dólares. Ni un centavo más. Y más te vale que los recuperemos o no podremos construir nuestra casa.
–Está bien. Como te he dicho antes, me siento afortunado en este sitio. Creo que vamos a ser tan agraciados que ni siquiera tendremos chinches en la habitación. Vamos, te ayudaré a dejar el carro. Ese tal Ferguson me ha dicho que los establos son seguros. Tiene a gente vigilando día y noche. Ha nombrado a un… tal Jeff. Se encargará de vigilar nuestra mercancía.
–Supongo que eso es una garantía de seguridad. No nos queda más remedio que confiar en la palabra de Ferguson.
Alan y Silvia liberaron a las yeguas de los aparejos de tiro y las acomodaron en los establos. El tal Jeff se acercó a ellos. Era un adolescente con mirada avispada y expresión noble. Dejaron el carro bajo su cuidado aunque antes Alan se aseguró de que prestara la atención debida a sus pertenencias. Introdujo cinco dólares en el bolsillo central del peto que lucía el mozo.
–Muchas gracias, señor Wallace. No se preocupe, le doy mi palabra de que su carro, junto con todo lo que contiene, estará sano y salvo.
–Si cumples con tu promesa, te daré otros cinco antes de marcharme.
–Puede contar con ello, señor.
Entraron en la recepción del hotel maravillados por la calidad del interior. Aquel hall compartía el acceso al amplio salón por el ala izquierda del edificio. Las puertas dobles de medio cuerpo relucían por el barniz. Olía a madera recién cortada y espliego. Una mujer joven los guió por las escaleras hacia el piso de arriba. Allí les mostró su habitación.
–¡Mira, Alan! ¡Tienen una bañera!
–Mandaré a alguien con agua caliente, señora.
–Será más que necesario. Llevamos dos semanas de travesía desde Colorado y no hemos encontrado una sola bañera en todo ese tiempo. Solo indios en la lejanía que nos observaban mientras atravesábamos sus tierras.
–¿Han venido con los peregrinos que van hacia Arizona?
–Exacto –respondió Alan –. Quiero que traigan esa agua cuanto antes. Al igual que mi esposa, ardo en deseos por probar el baño.
La mujer, al ser interrumpida por el viajero, agachó la cabeza y salió de la habitación. Una vez a solas, Alan besó a su mujer. Aquella tranquilidad y confianza contagió el ánimo de Silvia.
Tras invertir todo el día en el aseo, el almuerzo y el descanso, llegó el momento de las cartas. Alan Wallace se vistió con sus mejores galas y se dispuso a bajar al salón.
Silvia lo detuvo, buscó entre sus pertenencias desnuda de cintura para arriba. Se acercó hasta la puerta y entregó al marido una pluma de halcón.
–Guárdala en bolsillo de la chaqueta. No la saques, que nadie la vea. Mientras esté oculta, te dará suerte. Vamos a necesitarla.
–¿Ya estás otra vez con esas supersticiones indias?
–No repliques. Sabes que estas cosas funcionan.
Alan besó a su esposa sin añadir nada más. Salió de la habitación y preguntó en recepción a Ferguson por la inscripción en la partida de póker. El propietario del hotel sonreía ante aquel nuevo participante.
–Es una partida dura. La organiza Greff Sulivan, un ganadero de la zona. Es bueno con las cartas. La inscripción es de quinientos dólares. Si ganas, el premio es de veinticinco mil dólares.
–¿Un ganadero forma partidas más interesantes aquí que en el casino de Dallas?
–Se ha enriquecido, precisamente, jugando contra gente como usted. Yo no me desprendería de un dinero que no pueda recuperar con rapidez, ya sabe lo que quiero decir.
Alan Wallace se limitó a tocar con el índice el ala frontal de su sombrero. Avanzó hacia el tumulto del interior del salón con la frente alta. Tras las puertas de medio cuerpo, aquel espacio estaba repleto de gente. Las ocho mesas eran ocupadas por seis jugadores en cada una de ellas. En la barra del fondo era donde se compraban las fichas. El mismo Greff Sulivan era el encargado de cobrar la inscripción.
–¿Todavía puedo apuntarme?
–Si tiene quinientos dólares, sí. –Alan entregó aquel dinero a Sulivan junto con su nombre. El ganadero apuntó el nombre en la hoja de registro. –Tiene una silla esperando en la mesa siete. Aquí tiene sus fichas.
Se aproximó al lugar de juego saludando a los demás participantes. Había metido en el sombrero todas las fichas. Una vez colocó los montones, volvió a ponérselo en la cabeza. Todos los demás lo seguían llevando. De todas formas, no había espacio en aquella mesa para dejarlo. Se jugaba un póker cubierto, con dos descartes en cada jugada. Había comenzado con dobles parejas. Decidió seguir aquella jugada. Al final de la mano, ganó doscientos dólares con un full de sietes nueves. La suerte estaba de su lado.
Conforme transcurría la velada, las mesas fueron desvaneciéndose. Los ganadores jugarían el premio final de veinticinco mil dólares con una cantidad inicial de cinco mil dólares por cabeza. Alan había conseguido clasificarse aunque le había costado más de lo esperado. Hubo un par de ocasiones donde casi quedó fuera. En la primera ocasión igualó una escalera con el señor Forester. En la segunda, sacó un full con mayor valor que el de Bradbury; el herrero local. Aquella competición era más que un juego. Muchos se estaban jugando el futuro en Dalton Creek. No le extrañó ver las imploraciones de Grahams, uno de los eliminados, suplicando que le dejaran reengancharse a la competición. Tuvo que intervenir el mismo Sulivan, sacándolo a puñetazos del salón. No se detuvo en la recepción del hotel, continuó empujándolo a golpes hasta salir al exterior. Solo de aquella forma, Sulivan se quedó conforme.
Silvia bajó de la habitación cuando la última mesa estaba a mitad de juego. Siempre vestía ropas de hombre para que pasara inadvertido su origen. Pidió un whisky en la barra del fondo mientras observaba de reojo la partida. A su marido no le estaba yendo bien en el juego. Se bebió el vaso de un trago y comenzó a deambular alrededor de la mesa. Tras observar a cada uno de los jugadores, supo que había algo que no marchaba bien. Alan mantenía la calma. No se había dado cuenta de que aquella competición estaba amañada.
El organizador del evento tenía una carta en la manga, literalmente. Debía hacer algo, Alan estaba con quinientos dólares en fichas y no hacía otra cosa que perder. Silvia prestó atención alrededor. Observó cómo procedía Sulivan. Era bueno con las manos. Escondía en un doble forro de la chaqueta la carta que le convenía. Era discreto, ganaba con jugadas apuradas para no llamar la atención. Sin embargo, ella se dio cuenta del truco.
Abandonó el salón y fue directa a los establos. El tal Jeff dormitaba entre el heno cuando saltó sobre el carro con los distintos productos para la mercería. Fue directa a la caja donde guardaba los pasatiempos. Allí tenía un lote de barajas listas para su venta, recién salidas de la imprenta Calahan, en Dallas. Tomó las cincuenta barajas impolutas y se las llevó hacia el salón. Con un vistazo a la mesa, notó que la suerte favoreció a su marido. Sulivan no había ido en aquella mano. Cuando el ganadero no intervenía, Alan contaba con la suerte a su favor. Silvia se movió con discreción entre los presentes. Al llegar a la mesa del crupier, retiró las barajas de juego con reverso en rojo y puso las suyas de reverso azul. Alan la observaba con discreción. Aquellos movimientos, aprendidos de su tribu natal, la hacían indetectable por el resto de los presentes. Estaban absortos en el juego y en sus propios comentarios acompañados de alcohol. Cuando estuvo listo, Alan Wallace pidió un cambio de baraja.
La sorpresa de Sulivan fue mayúscula cuando descubrió la tonalidad azul del reverso de las cartas. Pidió explicaciones mediante susurros a Ferguson y al crupier. Ellos se mostraron confundidos, eran cartas nuevas. Todavía olían a imprenta. Sulivan intentó buscar alguna de las antiguas barajas pero no se atrevió a pedir un cambio por otra usada. Quedaría en evidencia. Para no crear un escándalo, Greff Sulivan se tragó el enfado y continuó jugando. En aquella ocasión no pudo cambiar la suerte a su voluntad. Los demás lo miraban de forma distinta tras aquel incidente. Debía mantener una actitud deportiva hasta el final o su nombre no valdría nada.
En aquel tiempo de juego, Alan se quedó con las fichas restantes de dos jugadores. Había repuesto sus cinco mil dólares aunque Sulivan acumulaba la mayor riqueza de la mesa. Estaban los dos, como últimos contrincantes de aquel campeonato. El crupier del salón repartió las cartas con total pulcritud. Sulivan tenía la mirada encendida. Silvia notó la prisa del ganadero por terminar cuanto antes. El señor Wallace, sin embargo, sonreía con afabilidad. Llevaba jugando con aquel temperamento toda la partida. Sulivan realizó una apuesta fuerte de mil dólares. Wallace vio la apuesta. En el primer descarte, ambos se deshicieron de dos cartas. Habló de nuevo Sulivan. Fue con cinco mil. Wallace lo vio de nuevo. En el segundo descarte, Sulivan pidió otras dos cartas. Wallace, ninguna. Sulivan sonrió. Aquel hombre afable había desvelado su jugada. Tenía una escalera, con toda probabilidad. Él iba con un trío de reyes desde el principio. Las nuevas cartas habían convertido aquel trío de reyes en un cuarteto sin rival. Había conseguido un póker de coronas.
–Estoy en una situación bastante favorable, señor Wallace. Quiero que sepa que voy con todo lo que tengo. –Sulivan empujó el montón de fichas en su poder.
–Me gustaría ver la jugada. Así terminaríamos esta tediosa partida de una vez por todas. No es agradable sostener este ritmo por más tiempo.
–Lo mismo digo, amigo. Podemos hacer una excepción, saltarnos las reglas en este punto. Darle más emoción al evento. Si dispone de más dinero que iguale mi apuesta, le concedo utilizarlo.
–Tengo mercancías por valor de diez mil dólares. Eso cubrirá la mitad. Mi esposa guarda el resto del dinero. –Silvia se acercó ante las señas de su marido. Estaba furiosa. Había roto su palabra por no ceñirse al límite de quinientos dólares. También había disuelto la discreción que había mantenido hasta entonces. Cedió a regañadientes la cartera con todos los ahorros. Alan sacó el dinero sin pensar. Puso el fajo de billetes sobre la mesa. –Veo los diez mil que faltan y subo cinco mil. –Sulivan entrecerró los ojos. Sostuvo un incómodo silencio hasta que encontró una solución.
–Lo veo aunque no dispongo de efectivo en este momento. La organización de este campeonato me ha dejado algo esquilmado. Tengo una propiedad, aquí en el pueblo. Es una carnicería. Está valorada por la misma cantidad que ha subido. ¿Acepta el trato?
–Cuando vea las escrituras sobre la mesa, aceptaré encantado.
Sulivan hizo una seña a uno de sus criados. Al cabo de un tenso rato, el mismo hombre llegó con un estuche de cuero. En el interior estaba el título de propiedad tasado en cinco mil dólares.
–Podemos terminar el juego, entonces. Habla usted, Sulivan.
Con seguridad, el ganadero desveló sus cartas. Cuatro reyes, uno de cada palo, se mostraron acompañados de la reina de picas. Las figuras resaltaban sobre la mesa, provocando una ovación en todos los testigos. Silvia sintió el corazón a doscientas pulsaciones por minuto. Alan, sin embargo, no desvaneció la sonrisa. Mostró su mano a los demás.
–Escalera terminada en ocho. Algo insignificante contra el póker de reyes. Sin embargo, son todas de diamantes. Eso convierte a estas cartas en una mano ganadora.
La ovación se tornó en vítores ante aquella mano afortunada. El salón estalló de júbilo, llegando a descorchar hasta dos botellas de champán. Sulivan y sus hombres tuvieron que aguantar el tipo durante la celebración. Alan sabía qué sucedería si se quedaba a solas con un tipo como aquel. Iba a recuperar el dinero por todos los medios.
–Tienes que preparar el carro, Silvia. Nos vamos ahora mismo.
–¿Dónde? Si salimos del pueblo, nos darán caza.
–A nuestra nueva carnicería. Ve rápido. Vamos a recibir a muchos invitados.
–¿Qué pretendes hacer?
–Me llevaré a todos los presentes y les obsequiaré con dos libras de carne a cada uno. –A continuación se volvió a todos los espectadores del campeonato. –¡Están invitados a conocer mi nueva carnicería todos ustedes! ¡Cuando terminemos el champán, aquel que me acompañe será obsequiado con dos libras de carne!
De nuevo, los vítores se alzaron en el amplio salón. La gente bebía con rapidez mientras Silvia recurría a Jeff para embridar a las yeguas. Trasladó el carromato por las calles hasta llegar a la nueva dirección, en el norte de Dalton Creek. Escuchaba los vítores de la gente acompañando a su marido calle arriba. En cuestión de minutos, la entrada de la carnicería se pobló de gente. Abrió la fresquera y comenzó a repartir carne que envolvía en papel basto. Alan Wallace se puso a su lado, tomando un cuchillo y repartiendo porciones generosas a las cientos de manos allí reunidas. Cuando agotaron la carne, Silvia aprovechó para descargar la mercancía que traían desde Dallas. Alan echó a los últimos invitados. Antes de cerrar observó a los hombres de Sulivan al otro lado de la calle.
–Decid a vuestro jefe que esto lo he ganado con juego limpio. Si quiere venir de nuevo por aquí, lo recibiré con esto. –Wallace mostró el rifle que tenía apoyado en la pared. Los hombres se marcharon en silencio.
El nuevo propietario cerró las puertas y buscó un lugar seguro donde contar el dinero. Silvia lo siguió, siempre con el rifle cerca. Cuando terminó de contar, sonreía con placidez.
–Podemos quedarnos aquí, cielo. Viviremos con comodidad el resto de nuestros días.