Tiempo perdido
El anciano estaba soldando los últimos circuitos a la placa base. Cuando terminó, notó de nuevo movimiento detrás de la puerta.
–Otra vez esos críos…
Dejó el soldador con brusquedad y accionó la puerta del garaje. En cuanto se elevó lo suficiente, sacó la manguera del extintor. El trío de pre-adolescentes salió del lugar a plena carrera, manchado por aquella espuma blanca. En cuanto los perdió de vista, regresó para finalizar el trabajo en aquel garaje sin vehículos.
Los tres chicos se detuvieron en el parque. Allí limpiaron sus abrigos de espuma entre nubes de vaho. El día era luminoso aunque la temperatura no había subido de cinco grados.
–Te dije que se iba a mosquear. Si hubiéramos llamado…
–…No nos hubiera dejado entrar. Deja de soñar, David. El viejo es un huraño. Un auténtico loco.
–Yo creo que es buena persona –dijo Gabriel –; creo que David tiene razón, deberíamos llamar.
–Es un chalado –repitió Víctor.
–Mi madre me va a matar –se quejó David, sacudiendo su abrigo –. Va a preguntar por estas manchas blancas. ¿Podéis quitarlas?
–Eso no importa, tengo que recuperar el dron de mi hermano. Como se entere de que lo he perdido, nos mata a los tres. Tenemos que volver.
–Está bien pero nada de colarnos. Lo pediremos con educación, llamando a la puerta.
–Yo voy con Gabriel. Tus ideas salen siempre mal, Víctor. –David salió corriendo detrás del chico, que deshacía el recorrido hasta la casa del extraño viejo. Víctor los siguió algo más lento.
Llegaron a la casa del anciano con más vergüenza que miedo. Tardaron tres minutos en pulsar el timbre. Fue David quien se vio obligado a hacerlo. Esperaron un buen rato en el que estuvieron a punto de marcharse, acuciados por Víctor. Cuando el señor mayor abrió la puerta y miró a los chicos, supo al momento quienes eran. Las manchas de espuma blanca delataban sus actos.
–Así que sois vosotros los que merodean detrás de mi casa… Tú, te llamas David. Tú eres Gabriel. Y el pequeño de los Colins, Víctor.
–¿Cómo sabe usted todo eso?
–¡Es adivino!
–Un loco, ya os lo dije. –El anciano miró con seriedad a los chicos. De pronto, estalló en carcajadas.
–Sé vuestros nombres porque he visto las grabaciones del dron. Pasad, ya lo he arreglado.
Los chicos se adentraron en la casa. El olor era de madera antigua. Una estantería con centenares de libros llenaba el salón. Las tablas del suelo crujían a cada paso. Los chicos siguieron al anciano hasta el garaje por el interior de la vivienda. Una enorme mesa de trabajo ocupaba la pared más larga. Sobre ésta, decenas de estantes sostenían aparatos desconocidos para los chicos. El centro del garaje estaba ocupado por una extraña cabina en posición vertical. El anciano fue al segundo tramo del improvisado taller, ignorando aquel ingenio. Acopló la carcasa del dron y giró las hélices de los cuatro motores.
–Está perfecto. –Se lo entregó a Víctor, que observaba junto a sus compañeros la enorme cabina cilíndrica. –Se habían roto dos hélices y no podía volar. También se partió la carcasa aunque está arreglado.
–¿Qué es esto, señor? –Víctor hizo la pregunta mientras tomaba el artilugio volador.
–Podéis llamarme señor Cano. Esto es parte de un proyecto que estoy a punto de terminar. Ya que tenéis vuestro juguete, podéis dejarme trabajar. Tengo mucho que hacer.
–¿Para qué sirve?
–Para devolverme a mi tiempo.
–¿Ha dicho a su tiempo? ¿Se refiere al siglo XX?
–De ninguna manera, me refiero al siglo XXII. Dos de Marzo de dos mil ciento dos, para ser exacto.
–Eso es imposible –dijo David –, ¿ha retrocedido casi un siglo en el tiempo?
–¿Cómo ha pasado? ¿Hay máquinas del tiempo en su época?
–Mi familia dice que está trastornado.
El hombre miró con fijeza a los tres chicos. Notaron una intensidad en aquella mirada que jamás habían experimentado.
–Supongo que es difícil de comprender. Yo nací en esta casa. Más bien naceré dentro de cincuenta y cuatro años. En mi época, se habilita una habitación para que la mujer pueda dar a luz. Algunas madres escogen montar una pequeña piscina. Es menos traumático.
–¿En el agua? Venga ya. Vámonos de aquí. Mi hermano estará buscándome. –Gabriel interrumpió a Víctor.
–Yo le creo, señor Cano. Cuéntenos cómo llegó a nuestra época.
–Es difícil de explicar porque ni yo mismo sé lo que sucedió. Me has preguntado si existen máquinas del tiempo en mi época… Nada parecido. Se debió a un hecho fortuito, sin explicación. He estado investigando qué pudo ocurrir. Creo que este lugar está en una especie de zona sensible a las perturbaciones del tiempo. Esta cabina concentra la energía telúrica necesaria para el viaje temporal. Si mis cálculos son correctos, podré volver a mi época en cuanto la active.
–Lo que dices no tiene sentido. –Víctor negaba con la cabeza.
–Me da igual que no creas mi historia, chico. En cuanto termine los ajustes, volveré a mi época. En esa línea temporal habrán pasado veinticuatro horas. Tendré que darle algunas explicaciones a Sandra…
–¿Quién es Sandra?
–Mi esposa, con la que conviví tres semanas antes de desaparecer. Me pedirá el divorcio en cuanto vea lo viejo que estoy.
–¿Cómo sabe que volverá el día después de su desaparición? –preguntó Gabriel.
–Lo he programado así. –El señor Cano se metió en la cabina y encendió los controles del interior. –Os mostraré como funciona. La anomalía temporal me llevó a mil novecientos ochenta y dos, he tenido que esperar treinta años para encontrar los componentes necesarios para construirla.
El anciano activó la máquina y habló sobre un centenar de referencias técnicas que los chicos no fueron capaces de seguir. Pulsó el botón de inicio. Esperaba que estuviera desconectado. Recordó, demasiado tarde, que había encendido el dispositivo para reajustarlo. Los chicos dieron un salto hacia atrás. Las luces de aquel garaje se apagaron de pronto. La cabina absorbía toda la electricidad de la casa, centrándose en el anciano. Su cuerpo se sacudía por la corriente eléctrica. Los tres chicos supieron que algo no iba bien cuando empezaron a oler a quemado. La cabina se apagó con un último chispazo. Víctor se atrevió a asomarse para comprobar el estado del señor Cano.
–Está frito, tío. Se ha quedado tieso…
–No bromees con estas cosas, joder. –dijo David. Gabriel se adelantó y vio la cara del anciano. Le salía humo por los ojos. Ambos habían desaparecido, dejando las cuencas ennegrecidas. La cara era una mueca de dolor congelado.
–Se ha electrocutado…
–Yo me largo de aquí. –dijo Víctor.
–¡Esperadme!
Víctor había abierto aquel garaje y se precipitaba a la salida con Gabriel pisándole los talones. David cerraba la escapada hasta dar de bruces contra las espaldas de sus amigos. Habían parado en seco. Ante sus ojos, el barrio había cambiado. Grandes edificios ocupaban el lugar de las viviendas unifamiliares. El parque ya no existía. Los tres retrocedieron, confusos. Se quedaron mirando aquella zona desconocida de la ciudad. La casa del señor Cano era un pequeño islote entre titanes de ladrillo y cemento.
–Ha funcionado… –murmuró Gabriel.
–¿Esto es el futuro? –David observaba su alrededor respirando con fuerza. –Tengo que ir a mi casa, mi madre me va a matar. Debía estar antes de comer y recoger mi habitación.
Víctor apenas se movió del lugar donde clavó sus pasos. Miraba el modelo de los coches, llenos de luces y de aspecto afilado. Un automóvil paró frente a ellos. Tres ancianos salieron del interior, entre exclamaciones de sorpresa.
–Allí están, más asustados que cachorros en mitad de la autopista.
–¡Aquí, David! ¡Gabriel!
Los muchachos avanzaron desconfiados hacia los señores. En cuanto llegaron a su altura, notaron un aire familiar en ellos.
–Sabemos que para vosotros ha pasado un instante. Seguro que estáis muy asustados.
–¿Quiénes sois?
–Yo soy Gabriel, él es David. Aquel es Víctor. Somos vosotros. Cuando el señor Cano accionó su invento, funcionó a medias. Se produjo una situación paradójica que dividió nuestra realidad en dos direcciones temporales. Para nosotros, los sucesos después de la electrocución del señor Cano transcurrieron con normalidad. –El anciano Víctor interrumpió a Gabriel.
–Ya os contaremos todo lo necesario, ahora es preciso que vengáis con nosotros.
–¿Cómo sabíais que estaríamos aquí?
–¿No deberíais estar muertos?
–Eh, de uno en uno –dijo el anciano Víctor –. Con la muerte del señor Cano, nos interesamos en su investigación. No estábamos seguros de que aparecieseis, hemos venido a comprobarlo.
–Sí, y no estamos muertos porque nos hemos cuidado mejor que la mayoría. –dijo el anciano David.
–¿No podemos volver?
–Me temo que no, pequeño David. Deberéis afrontar una nueva vida en un nuevo tiempo. No desesperéis, estáis con nosotros. Tenemos nietos de vuestra edad que os ayudarán a adaptaros.
El pequeño Gabriel se quedó pensativo. El cambio le había causado cierta necesidad de evasión. Sentía el peso de no volver a ver a ningún conocido. De pronto, oyeron abrirse la puerta de la vivienda. Una pareja salió con gesto preocupado.
–¿Qué están haciendo en mi propiedad? –El hombre que les hablaba tenía unos cuarenta años. Su mujer los miraba con expresión interrogativa.
–¿Es usted el señor Cano? –preguntó el anciano Víctor.
–Así es, ¿qué hacen en la entrada de mi casa? ¿por qué está el garaje abierto? ¿Intentan robarme?
–Ya nos vamos. No se preocupe por el cadáver de su garaje, es usted mismo con treinta años más.
–Técnicamente tiene cincuenta y cuatro años más –apuntó el anciano David.
–¿Qué cadáver?
–Ya lo descubrirá a su debido tiempo –dijo el anciano Víctor –. Vamos chicos, es hora de marcharnos.
El matrimonio se miró entre sí. El señor Cano fue directo al garaje. Se percató de la extraña cabina que había surgido en el medio. Tardó un segundo más en percibir el cuerpo electrocutado. Comenzó a gritar, llamando a su mujer. Un enorme destello iluminó el área. Cuando Sandra se aproximó al garaje, su marido y la cabina habían desaparecido. El coche había abandonado la casa, con los chicos observando la ciudad del futuro. Tardarían un tiempo en adaptarse a su nueva vida.