Mejora necesaria
La corporación Stelle había contactado con ella mediante email cifrado, dos meses después de su último trabajo. Usaron el nombre clave de Arpía. Una misión turbia. En aquel caso, pagaban cuatro veces más del salario estándar. El mensaje captó su atención por completo, llevaba cincuenta y ocho días estirando el sueldo. Usó su implante ocular para grabar los detalles de la operación. En cuanto estuvo preparada, llamó al informático. La pantalla del dispositivo móvil se iluminó con el rostro del contacto. Su apodo era Arconte. No había cumplido los veinticinco. El pelo morado bailaba ante ella con el mínimo movimiento.Tras una charla intrascendente, pactaron con signos discretos el lugar y la hora donde encontrarse. Tras la llamada, Arpía salió de su piso en la zona C3 de la ciudad.
Se dirigió al Cybermilk. Era un local popular entre los implantados. Podían gozar de un baño blanco y puro para su cerebro, siempre que tuvieran conexión directa a la materia gris. El estado que era tan placentero que se olvidaban del sexo para el resto de su existencia. Allí estaba Carver, tumbado en el sillón reclinable. Consideraba aquel local su segundo hogar. Aquella sensación, al recibir el baño, era su única fuente de placer. Ella había visitado aquel local a distintas horas del día. Por lo general, era Carver quién la convocaba. Jamás estaba cerrado. Incluso a las tres y media de la tarde, podías darte un baño neuronal. Se acomodó en la barra. Observó las tumbonas oscuras, en fila frente a su posición. Dos terceras partes estaban ocupadas. Llegó justo a tiempo. El enorme mercenario había terminado. Sonreía de forma apacible, gracias al efecto del baño. Uno de los asistentes de Cybermilk lo acercó hasta la barra.
–Arpía, jefa de escuadrón. Me encuentras en el momento más feliz de mi vida.
–Eso ocurre cada vez que vengo a este antro. –Carver estalló en sonoras carcajadas. Tomó asiento al lado de la mujer. El brazo cibernético indicaba su carga máxima. Ella tomó la cerveza que había pedido y le dio un largo trago antes de continuar. –Ha salido otro encargo. Es algo más difícil que el anterior. Te pagaré diez mil, en vez de los cinco habituales.
–¿Qué tengo que hacer?
–Lo de siempre, procurar que yo sobreviva. ¿Has hecho las mejoras?
–Tengo piernas nuevas y optimizadas. He tenido que renunciar a parte de mi sistema digestivo y al aparato urinario, con todo lo que conlleva. Además de las limitaciones obvias, tengo una nueva dieta a base de algas sintéticas híper-nutritivas.
–Es un precio elevado por tus nuevos implantes, sin duda. ¿Qué ocurre con los residuos que generas?
–No lo sé, con exactitud. Me dijeron que alimentan los implantes hidráulicamente. Tengo un dispositivo que me avisa cuando se acumula demasiado. Lo vacío cada tres días. Lo que más me jode es la dieta. Creo que voy a implantarme una célula de bioenergía para evitar comer esa mierda.
–No deberías haberte hecho esa operación. Creo que ha sido demasiado agresiva.
–Fue peor cuando me implantaron el endoesqueleto de titanio. En aquel entonces sí que sufrí. Dos semanas de dolor intenso por todo el cuerpo. Esto ha sido un procedimiento mucho menos doloroso. Tienes sus ventajas. Ahora puedo hacer esto. –El mercenario se levantó del taburete y giró la cintura trescientos sesenta grados. –Es útil cuando disparas fuego de cobertura en todas direcciones. Por no hablar de la potencia de salto. Creo que lograría llegar a la azotea de un edificio pequeño.
–Eres un adicto, Carver. No creo que te haga falta saltar de edificio en edificio.
–Pues me ha hecho falta, en alguna ocasión.
–Está bien, siempre se encuentra alguna utilidad a las mejoras. He quedado a las ocho con Arconte. Confío en tu profesionalidad. No quiero broncas.
–¿Otra vez tengo que trabajar con ese subnormal engreído?
–¿Aceptas? ¿O me busco a otro guardaespaldas?
El mercenario permaneció en silencio. Aceptó el trato al cabo de unos minutos. Aunque le costaba trabajar con el informático, sin él eran incapaces de acceder a la red profunda.
Hicieron tiempo hasta la hora de la cita en el mercado de High Street. Arpía observó la nueva alimentación de Carver. Se vendía en forma de gel, envasado en un tubo de aluminio deformable. Lo adquirieron en un puesto ambulante, donde ofrecían tallarines con pollo o arroz picante con verduras. Aquel gel era demandado por más gente, a parte de por implantados con el sistema digestivo limitado. Suplía los efectos de la malnutrición, algo habitual en la ciudad.
–¿Qué pasa si comes otra cosa, como estos tallarines?–preguntó Arpía, entre bocado y bocado.
–Lo vomito sin digerir. Puedo tenerlo almacenado en el estómago aunque no lo proceso. Solo funciono con esta mierda. Un tercio de tubo cubre treinta y seis horas de autonomía eficaz.
–Y después, ¿qué pasa?¿Te apagas o qué?
–Me entra hambre.
Arpía sonrió. Se concentró en la ración que le quedaba hasta terminar la comida. Tal y como sabían los tallarines, prefería aquel gel verde.
A las ocho en punto se desplazaron a un piso del sector C4, cerca de la franja de combate. Era conocido como el Laboratorio. Se trataba de la planta completa de un edificio en ruinas. Aquella mole de hormigón pertenecía a una corporación caída en desgracia. Aquel edificio había sido ocupado. Al menos, hasta que procedieran a su derribo. Uno de aquellos ocupas era Arconte y su organización de rateros virtuales. Aquel espacio diáfano disponía de una cabina de conexión cada dos metros. Dos docenas de chicos entre los dieciséis y veintiún años operaban en la red profunda a través de aquellas cabinas. Proyectaban su psique por el mundo virtual en busca de beneficios económicos. Dos chicos sin conexión reconocieron a Arpía y a Carver. Eran los pequeños soldados de Arconte. Los dirigieron hacia el despacho aislado de su jefe.
La temperatura de aquella sala era agradable, gracias al sistema de refrigeración artificial. Carver se aproximó al chorro del climatizador y se quedó debajo. Arpía esperó a que el informático terminara la coordinación de su equipo. Aquel joven estaba atendiendo a siete pantallas al mismo tiempo. Unas gafas de realidad aumentada le ofrecían datos sobre la red profunda. El avance de sus chicos era lento pero continuo. Estaban apropiándose de decimales de bit-coins mediante engaños o hurtos a cuentas virtuales. Lo hacían de forma discreta, sin que las cantidades llamaran la atención de los sistemas de seguridad. En caso de detección, debían cortar la conexión con la red profunda. Si no lo conseguían, podían quedar lisiados de por vida. Algún acosador profundo, apodo por el que se les conocía, murió por enfrentarse a un sistema de seguridad.
–Has traído al gorila cibernético, qué sorpresa.
–No empieces, Arconte. Quiero que haya profesionalidad entre vosotros dos. Si le das motivos para que te destripe, no voy a evitarlo. Tenemos trabajo. ¿Podemos hablar con seguridad?
–No se me ocurre lugar más seguro donde compartir un secreto. –El joven de pelo morado activó su sistema de discreción.
–Debemos robar algo. Es información bajo custodia. Se encuentra en el edificio sede de Biotronics. Stelle necesita el sistema de localización para sus dispositivos en vehículos autónomos. Esta información estará hasta las siete de la mañana. Después, saldrá un correo hacia Berlín. Una vez que el repartidor haya montado en ese avión con los datos, podemos darnos por jodidos.
–¿Y qué pinta el mercenario en todo esto? Es una clara misión de sustracción online. Puedo hacerlo desde aquí mismo.
–Pues empieza ya. Carver estará al lado de ti. Será el factor motivador, para que te resulte más útil.
–Genial, me encanta ser vigilado por objetos y trabajar bajo presión.
Arpía introdujo los datos en el equipo de Arconte. El joven de pelo morado reclinó el asiento y conectó el cable principal a su sien izquierda. Tras unos segundos de carga, una de las siete pantallas del despacho destartalado mostró el avatar de Arconte. Era uno de los siete demonios de Kimón, el más corpulento. Arpía no sabía nada de aquellos seres de ficción, solo que Arconte estaba obsesionado por el animé antiguo.
–Desde aquí podré hablar con vosotros. Mi cuerpo estará inconsciente durante la conexión. Es la única opción para comunicarme, ya que no tenéis hardware de conexión profunda. Sois… normales.
–Venga, comienza de una vez. No tengo más paciencia con tu cinismo.
A través de las pantallas, vislumbraban la traducción de lo que Arconte estaba experimentando. Era solo una centésima parte de aquella experiencia. Viajó en instantes hacia el edificio virtual de Biotronics. Tal y como había supuesto, la seguridad era elevada. Cientos de inteligencias artificiales vigilaban el interior del edificio. Una docena de hackers corporativos vigilaba las zonas más sensibles. La vulnerabilidad de su mente era un inconveniente en aquel entorno. Sin embargo, el potencial de un usuario entrenado era devastador. Arconte convocó a su pequeño ejército para que lo ayudaran a causar una distracción. Cuando medio millar de inteligencias artificiales comenzaron el ataque informático, Arconte realizó un agujero en el entorno. Desapareció al instante, accediendo al sistema posterior de aquel edificio virtual.
En su nuevo paisaje, cientos de puertas de seguridad se materializaron frente a él. Usó un programa de descifrado al que le dio forma de bola de cristal. El objeto voló de su mano, pasando puerta por puerta a toda velocidad. El avatar flotante de Arconte iba endureciendo su mirada según avanzaban los segundos. En el entorno exterior, su banda había organizado un ataque masivo. Las inteligencias artificiales se habían multiplicado por cien. Muchos acechadores profundos habían acudido al reclamo de aquel ataque. Mientras el sistema de seguridad estuviera ocupado, podría seguir trabajando.
La bola de cristal se detuvo en una puerta lejana. Arconte se materializó frente a ella en décimas de segundo. Accedió al interior y realizó una nueva búsqueda, usando los datos de Arpía. Aquel entorno era gris, con estanterías repletas de datos. Estaban representados por imágenes de rollos de papiro.
–He encontrado los archivos, jefa. Procedo a su duplicación.
–Tienes que ser más rápido. La cosa no pinta bien. Vuestro ataque está cesando.
Una nueva consulta hacia el entorno exterior confirmó la alerta de Arpía. El número de atacantes era de una décima parte. Sus chicos habían huido. Había conseguido duplicar la mitad de la información cuando la habitación gris disminuyó de pronto. Los rollos de papiro desaparecieron. Arconte se trasladó a la salida antes de que el entorno gris mermara por completo.
–Están retirando la información. He conseguido dejar un localizador antes de ser desplazado. No he podido descargar todos los datos.
–¡La están cargando en el correo humano! ¡Se han adelantado! Mierda… tenemos que ir al edificio sede antes de que ese hijo de puta llegue al aeropuerto. Sal de ahí, ahora.
–Eso intento pero estoy bloqueado en la red profunda.
Frente a las miles de puertas, cientos de sistemas de seguridad le impedían el paso. Arconte cargó un programa ofensivo. Materializó una honda de energía que barrió todo el entorno, destruyendo los programas a su paso. Abrió un agujero sobre él y recuperó el paisaje frente al edificio corporativo. Las fuerzas de ataque habían sido rechazadas. El perímetro del edificio virtual había sido reforzado. La posición donde había surgido lo dejaba vulnerable. Estaba rodeado por los hackers de Biotronics.
–¡Desconectadme, rápido!¡Me van a freír!
La mano cibernética de Carver tiró del cable de conexión. Podría haber sido mucho más rápido. Sin embargo, dudó durante tres segundos. La conciencia de Arconte se mantuvo ausente. El dispositivo vital, implantado en la sien, comenzó a emitir la señal de emergencia.
–Se ha quedado frito. La seguridad de Biotronics ha sido más rápida que yo.
–Sin lugar a duda, socio. Es una forma de decirlo. También se puede decir que has sido demasiado lento.
–No es cierto, este engreído estaba condenado. No había nada que pudiera hacer.
–Tengo el aerodeslizador aparcado a dos manzanas de aquí. –Arpía apartó el rencor que sentía por su compañero en aquel instante. No deseaba discutir con el cronómetro contando en contra suya. Cargó los datos de rastreo en su implante ocular. Desplegó el mapa de la ciudad y se centró en el edificio sede. El objetivo salía de allí en aquel instante. –Tenemos media hora y solo llegar al deslizador nos llevará diez minutos.
–Podemos tomar prestado el aerodeslizador de Arconte. Lo aparca en la azotea de este edificio. –El mercenario lanzó las llaves que había encontrado en el cuerpo de su compañero.
Comunicaron el accidente de Arconte a sus pequeños soldados. Abandonaron el Laboratorio al mismo tiempo que accedía la ayuda médica para el informático. El aerodeslizador de Arconte era rápido y cómodo. Los condujo con rapidez tras el rastro de su objetivo. Arpía sobrevoló la zona que marcaba su implante. El correo se desplazaba en moto.
–Tienes ángulo de tiro, Carver. Dispara a la moto, no al objetivo. Necesitamos al sujeto vivo, por el momento.
El mercenario abrió fuego con su automática. Las balas cayeron alrededor de la moto deportiva. Una de ellas hizo estallar el neumático delantero. El conductor controló la moto entre el tráfico de la autopista hasta que la rueda se recompuso. Siguió el recorrido devolviendo el fuego desde su posición. Carver recargó y volvió a intentarlo. Entre sus objetivos, fijó el sistema de a bordo del vehículo. La ensalada de disparos alcanzó a su presa. En aquella ocasión, el control del vehículo fue imposible. El correo humano saltó del vehículo, volando varios metros y quedando inerte en el asfalto. Arpía aterrizó justo a un metro del cuerpo. Carver tomó al correo humano y lo cargó en la parte trasera del aerodeslizador. Arpía despegó con un gran estruendo, dejando al resto de conductores estupefactos.
Regresó a la zona segura de su barrio. En la parte trasera, Carver accedía a los datos de la misión. Con un pulgar extendido, hizo entender a su jefa que ya tenían los archivos. Arpía tomó el disco de datos y lo introdujo en el ordenador del vehículo. Realizó el trasvase de información a la dirección cifrada que su superior le había facilitado. En aquel momento, los oídos le pitaron por un sonoro estruendo. Carver había recibido un disparo. El correo humano había recobrado el conocimiento. Reaccionó sin pensar. Disponía de un arma oculta en su brazo derecho. El disparo había perforado el ojo cibernético de Carver, dañando su conexión neuronal a su paso. Por desgracia para su víctima, el mercenario seguía vivo.
Golpeó repetidas veces la cara de aquel correo. En el sexto golpe, solo quedaba pulpa y chatarra en lugar de cabeza. Arpía realizó un aterrizaje precipitado en una calle poco transitada. Carver saltó a la calzada antes de que su jefa pudiera estacionar. Con su armamento recargado, comenzó a disparar, fuera de control. Los viandantes que circulaban cerca cayeron, heridos de muerte. Arpía observó aquello, impotente. Su mejor hombre estaba fuera de control. Llamó la atención de su aliado con las llamadas del vehículo. Aquello provocó que el fuego de su arma se centrara en ella. Tras dejar la luna hecha un colador, Arpía saltó del vehículo. El aerodeslizador se posó en el suelo con el piloto automático.
Buscó cobertura tras los contenedores. Carver seguía disparando sin hacer discriminación. Arpía disponía de un arma corta, nada más. Con su implante ocular, localizó el punto débil de su compañero. Solo tenía una oportunidad. Si erraba el disparo, era mujer muerta. El mercenario giraba trescientos sesenta grados, disparando a todo aquello que se moviera. Ya acumulaba doce víctimas. Incluso las ventanas de los edificios aledaños eran objetivo de sus balas. Se estaba alejando. Arpías respiró con profundidad. La imagen del blanco se iluminó para ella en rojo, justo en el bulbo raquídeo. Aquello era humano en un cincuenta por ciento. El proyectil del arma voló hasta alojarse en la base de la cabeza del mercenario. De pronto, los disparos cesaron. Carver quedó unos segundos inmóvil. Bajó los brazos y movió el torso hacia su amenaza. Arpía salió de la cobertura, apuntando al mercenario en todo momento.
–Estás fuera de control. Has perdido la capacidad de razonamiento, Carver. Me has obligado a hacerlo. Debí haberlo supuesto cuando casi matas a Arconte.
No hizo falta disparar de nuevo. El gigante cayó al suelo de frente. Su expresión reflejaba sorpresa. Una vez con la amenaza sometida, Arpía sintió un vacío interior. Aquel ser, más máquina que hombre, había sido lo más cercano a un amigo. Escuchó sirenas de policía. Ahogó sus lágrimas y abandonó la calle. Dedicaría la noche a beber en solitario. Necesitaba meditar. Debía comprobar el estado de salud de Arconte, la mañana siguiente. En caso de que estuviera dañado de por vida, debía encontrar a otro informático. Y a otro guardaespaldas. Pero todo aquello pertenecía al futuro. El presente debía ser embriagador. Necesitaba aquella embriaguez.