Ruta secundaria
Aquel trabajo era solitario. Se pasaba la mayor parte de tiempo frente al volante. Conducía su furgoneta por carreteras desiertas, cubriendo la ruta que dictaba su empresa. El futuro no había sentado bien en aquella región. La capital había perdido pocos miles de habitantes. En la zona rural, el progreso había sido devastador. Los pueblos sucumbieron a la despoblación. La probabilidad de atropellar a un jabalí era más alta que encontrar otro automóvil. Julián iniciaba la ruta a las diez y media de la mañana. Circulaba durante cinco horas por los distintos puestos de reparto. Eran siete en total. Despachaba el reparto en la oficina y seguía al siguiente pueblo. Julián había pasado el último año haciendo el mismo trabajo. Lo que contenían los paquetes podía suponerlo. Desde prendas de vestir hasta papel higiénico. Los comercios locales habían cerrado. Ni siquiera los mercados ambulantes se atrevían a ir tan lejos. La única empresa que cubría las necesidades de aquellos habitantes era Servi-Press. Al comprar en la tienda virtual de la compañía por un valor superior a cien euros, el envío era gratis. Eso significaba para Julián dinero extra.
Julián disfrutaba de su ruta. La naturaleza había tomado aquella zona con ansioso salvajismo. Una cierva pariendo al margen de la carretera fue el acontecimiento que más impresionó al repartidor. Perdió tres cuartos de hora observando al cervatillo recién nacido. Reanudó su camino cuando se puso en pie y se alejó con la madre. Aquel fue su primer desencuentro con la empresa. No toleraban retrasos.
Había tenido bronca con su jefe antes de salir de la central. Le había negado a Julián la extraordinaria por comisiones. Inició el lunes con mal humor. La carretera estaba vacía, como de costumbre. Estuvo atento a cualquier animal que cruzara la carretera. El día estaba tranquilo. El campo parecía una postal. Su furgoneta era lo único que rompía la quietud del paisaje. Por el cielo cruzaba un avión de pasajeros. El otro elemento que rompía la tranquilidad. Julián lo observó con más detalle en cuanto pudo. Dejaba una pequeña estela que al repartidor se le antojó extraña. No era fuego, era luz. Al fijarse con mayor detenimiento, observó otro detalle de importancia. La cola del aparato estaba al revés. Obedeció al impulso de detenerse y bajó de la furgoneta. Era un avión con alguna extraña avería. El aparato perdía altura. A pocos cientos de metros, lo perdió de vista. Descendía con suavidad hasta perderse más allá de su ruta.
Julián se rascaba la cabeza, tratando de descubrir el origen de aquella anomalía. En aquel instante, sonó el móvil en el interior de la furgoneta. Desde el nacimiento de aquel cervatillo, la empresa había colocado un dispositivo de localización en su furgoneta. Había pasado diez minutos observando el aparato, tiempo suficiente para que su jefe insistiera en hablar con él. Julián comunicó que había tenido una emergencia natural. Los gritos de su superior podía escucharlos sin tener que acercarse el auricular al oído. Montó en la furgoneta y continuó con su ruta. La anécdota quedó olvidada hasta el día siguiente, cuando descubrió el primer control.
Llegaba tarde, los chicos de la central se habían retrasado cargando el pedido. Julián alcanzó Zadilla del Río a las doce y cuarto de la mañana. Pudo verlo en la lejanía, al inicio del valle, apenas a tres kilómetros de distancia. Intentó forzar la velocidad pero las luces azules de la guardia civil más adelante le hicieron cambiar de opinión. Fue reduciendo mientras maldecía. Se había equivocado. Los uniformes que lucían eran del ejército. Un hombre, identificado como alférez, pidió su documentación. Otros tres soldados examinaron el vehículo, abriendo todas las puertas. Julián intentó exigir alguna explicación, el alférez se quedó frente a él, comprobando sus datos. Tras recitar por cuarta vez su identificación y número de empleado, el militar dejó de atosigarle. El alférez dejó el terminal de datos en uno de los coches de camuflaje. Al regresar a la ventanilla de Julián, le explicó lo del escape de gas. La zona estaba acordonada. Lo forzaron a dejar la carretera de Zadilla del Río y a regresar por donde había venido. A los pocos minutos, escuchó a su jefe al otro lado del teléfono sin necesidad de manos libres. Había notado desde la principal que no estaba realizando el recorrido. Julián se explicó, tratando de no faltar al respeto a su superior. Nada de aquello le importaba, solo hablaba de cifras. Era imposible llegar a ninguno de aquellos pueblos. Aquella ruta se había convertido en un ultimátum.
Más por orgullo que por obligación, estudió llevar la furgoneta por una ruta secundaria. Podía llegar a los pueblos por las pistas forestales. Aquellos caminos estarían despejados. Lo del escape de gas era un bulo. Julián elucubró sobre el origen del control militar. Todo estaba relacionado con aquel extraño avión. Era probable que se tratara de un prototipo secreto. Tal vez querían que pasara inadvertido e inventaron aquella escusa. Calculó la nueva ruta a través de su GPS. Avanzó por la carretera asfaltada hasta el primer camino que se adentraba hacia el bosque. La furgoneta gemía entre el terreno irregular. Ramas y piedras bloqueaban parte del camino. El tiempo en llegar a Zadilla del Río fue mayor aunque consiguió alcanzar su destino. En el interior del pueblo sintió la quietud característica del lugar. Pasó delante del bar cerrado. Abría en verano, cuando parte de la población regresaba de vacaciones. Aparcó frente a la carnicería con el cartel que anunciaba su venta. El flamante despacho de Servi-Press era el único atisbo de contemporaneidad. Ocupaba el centro de la plaza, al lado del pilón tallado en piedra. Era una cabina de tres metros cuadrados que funcionaba como punto de venta. Abrió la pequeña puerta y llenó el espacio con los paquetes. Activó el reclamo de la oficina y esperó. La voz femenina de la compañía invitó a los clientes a acudir a por sus pedidos. Esperó durante un tiempo sin que nadie se decidiera a acudir. Tras esperar media hora, decidió seguir con la ruta. Dejó los paquetes en la oficina y se dirigió a Ribateja, su siguiente parada. Allí encontró la soledad más absoluta. Comenzó a preocuparse en Villaespesa. Cuando llegó a Masegura se aseguró de hacer todo el ruido posible. Tampoco había gente. El último pueblo de la ruta estaba en plena montaña. La temperatura era más baja allí. El reloj de su coche marcaba las cuatro de la tarde. Dejó el envío en la oficina de colores chillones y se dispuso a marcharse. Al cerrar la puerta, consiguió ver algo. Un hombre, sin pelo, esperaba a unos metros de él. Lo confundió con Luis el panadero, pequeño, delgado y calvo. Se equivocó. Era alguien desconocido. Usaba ropa antigua. Julián podía oler la naftalina de su abrigo. A pesar de estar calvo, la cara del hombre era joven, casi aniñada. Se movía con la brusquedad de un reptil.
–¿Ha venido a recoger algo? –El hombre lo miró con ojos confundidos. Julián repitió la pregunta. Ante el silencio de aquella persona, se volvió hacia la furgoneta. Al cabo de pocos segundos, escuchó repetir la pregunta a sus espaldas. Julián pensó que aquel sujeto estaba confundido. Tal vez drogado. –Yo soy el repartidor, entrego el envío, no lo recojo.
–Yo soy el repartidor. Entrego el envío, no lo recojo.
–¿Te estás quedando conmigo? –El hombre de cara infantil repitió la pregunta. Repitió todas las palabras que Julián expresaba, sin entonación alguna. Julián comenzó a enfadarse. Pensó que aquel hombre se burlaba de él. Selló aquel suceso lanzando la palma de la mano contra la cara del individuo. Sin esperar una respuesta, Julián montó en su vehículo. La extraña persona comenzó a aullar a sus espaldas. El sonido era grave y sin pasión aunque alcanzó un volumen molesto en poco tiempo. Julián salió del pueblo un tanto asustado. Había dado con un loco. Mientras recorría las calles empedradas, vio salir a más gente. Todos eran similares entre sí. Calvos, de movimiento nervioso, expresión infantil y desorientada; los pocos que llegaron hasta su furgoneta se lanzaron contra ella, tratando de frenar el vehículo. Julián ignoró las embestidas de aquellos dementes. Había visto suficientes películas para suponer quienes eran. Invasores de otros mundos, extraterrestres, seres dimensionales… no importaba de donde procedían. Solo importaba su hostilidad. Arrolló al último ser que trató de parar la furgoneta, rompiendo el faro izquierdo. Después, se dirigió hacia la carretera principal. Llevaba un tiempo circulando cuando vio las sirenas azules. A pocos kilómetros, había otro control militar. Pensó en dar la vuelta pero era tarde. Los seres a los que había molestado lo seguían, aullando como lo hizo aquel simulacro de persona. Siguió hacia la pequeña empalizada que había montado el ejército. A unos pocos metros de llegar, escuchó una explosión. Su vehículo quedó clavado en el suelo. Los neumáticos habían reventado. La furgoneta pasó a través de un panel con púas anclado al suelo. Salió lo más rápido que pudo. El grupo de militares lo apuntaban con sus subfusiles.
–¡Ayuda! ¡Me persiguen!
Antes de que pudiera dar más explicaciones, Julián fue atrapado por dos soldados. Lo lanzaron contra el capó de su furgoneta e inmovilizaron sus brazos. Las criaturas se acercaban, veloces, hasta el puesto de control. Una de ellas se aproximó al oficial de mayor rango. El teniente, estuvo atento al ser. En ningún momento habló con ella. El oficial se volvió hacia Julián.
–¿Qué has hecho?
–¡Nada, hacer mi trabajo!
–Estaba prohibido pasar. ¿Por qué lo hiciste?
–Tengo un jefe hijo de puta. Me obligó a terminar mi ruta bajo amenaza de despido.
–Te quieren con ellos. –El teniente hizo una señal a los soldados para que lo entregaran. Julián trató de negarse pero estaba atrapado por los soldados. Fue empujado hacia los seres de cara infantil.
Julián trató de gritar pero su voz fue silenciada por los aullidos de aquellas criaturas. Vestían con ropas anticuadas todos ellos, como si hubieran saqueado los armarios del pueblo. Amarraron al repartidor con cuerdas viscosas al tacto. Se adhirieron a su cuerpo de forma instantánea. Lo llevaron a rastras, aunque flotaba a pocos centímetros del suelo. Cuando llegó a la plaza del pueblo, uno de los seres se acercó a él. Tocó su frente y Julián se durmió de forma inevitable.
Despertó en su casa a la mañana siguiente. Su mente estaba clara. Había un sentimiento de libertad detrás del encuentro que experimentó la tarde anterior. Se preparó para ir al trabajo y dirigió su coche hasta el aparcamiento de la empresa. La furgoneta de reparto estaba cargada, sin un solo rasguño. Julián comprobó la matrícula por segunda vez, era la misma que llevaba el día anterior. Según había tratado con sus libertadores, debería estar en la guantera. Se acercó a la parte frontal del vehículo y extrajo aquel cilindro. En cuanto lo tuvo en su mano, se activó de forma repentina. Primero se ocupó de los peones de almacén. Julián fue rápido y sorprendió por la espalda a los dos. El aparato vibró violento en sus manos cada vez que lo aproximaba al cuello de su objetivo. Las víctimas se volvían rígidas un segundo, buscaban un vehículo y se marchaban sin más. Avanzó por el almacén y fue convirtiendo a cada empleado en un nuevo aliado. Cada persona abandonaba su puesto de trabajo y se marchaba en su vehículo. Al final, le quedó pasar al despacho de su jefe. Estaba de mal humor, como de costumbre. Aquel hombre no se merecía un premio como aquel. Miró el cilindro de su mano y se concentró como le habían enseñado. De la punta del artefacto, saltó un rayo cegador. Cuando el destello se desvaneció, el jefe de Julián había desaparecido. Solo quedó un montón de cenizas sobre la silla de su despacho. Julián salió del edificio vacío con una amplia sonrisa. Estaba ansioso por regresar con sus nuevos amigos. Subió a la furgoneta con numerosas expectativas en su mente. Después de aquello, sería recompensado.