Matrimonio de conveniencia
Publio Titinia galopó por la ciudad de Roma a toda velocidad. La tarde había caído. Adelantó al mensajero que lo había visitado con las últimas luces del día. En aquel momento, los esclavos encendían las luminarias.
Prendían el aceite acumulado por la mañana en las pequeñas farolas talladas en piedra. Aquello proporcionaba luz a lo largo del recorrido urbano. Debía encontrar a su hija antes de que fuera tarde. Acababa de cumplir quince años. Recorrió el foro a todo galope hacia la colina de Celio. Su montura resoplaba por el esfuerzo.
Saltó del caballo y tomó impulso ante la puerta de aquella domus. A su lado izquierdo, el gladius del ejército lo identificaba como legionario. Había llegado al rango de Legatus en la segunda legión. Dirigía en persona a cinco cohortes cuando Roma entraba en batalla. Derribó la hoja de madera sin esfuerzo. Entró con el arma desenvainada.
–¡Livilia Titinia! ¡Busco a Livilia Titinia! ¡Más vale que aparezca ahora mismo ante mis ojos o causaré una carnicería!
Derribó otra puerta con su enorme hombro, forjado en el ejército. Aquel cubiculum solo tenía un lecho amplio. Allí encontró a su hija, yaciendo con un chico de su edad. Al joven lo conocía, era el hijo de los Acteo. Vivían frente a ellos. Aquello frenó el filo de su arma. Los dos estaban desnudos.
–Cálmate, padre. No ha pasado nada. Solo estábamos… hablando.
–¿Te ha penetrado? ¿Has desflorado a mi hija, maldito sátiro? Como sea así, te juro que…
–No lo ha hecho, padre. Vertió su semilla antes de acercarse a mí.
–Vístete. Vienes conmigo. Te han aceptado en la mejor familia de Roma. En cuanto a ti, afeminado eyaculador… desaparece. Mi hija es demasiado para que puedas estar en su compañía.
–¿De qué estás hablando, padre?
–El senador Octavio Flavio me ha pedido tu mano. Y por todos los dioses que se la he concedido. Formar parte de la familia Flavia nos llevará a lo más alto. ¿Qué haces todavía aquí, eyaculador a distancia? ¡Largo!
El joven saltó de la cama, tomando sus pertenencias a la carrera. Livilia se tomó su tiempo en vestir la toga y las sandalias. Cuando estuvo preparada, Publio la subió al caballo. Lo hizo con energía aunque mostró delicadeza en el gesto. Una vez en casa, contó los pormenores del connubium tanto a su única hija como a su esposa. Octavio Flavio era un hombre de cincuenta años. Había cenado con ellos dos noches atrás. Livilia puso vino en su copa durante toda la velada. Se había encaprichado de ella.
–Pero estoy enamorada de Graco, padre.
–¿Sabes quienes son los Flavio, hija? Todas las puertas de la república se abrirán ante nosotros. El futuro para ti y tus hijos estará asegurado.
–No me interesa, padre. Yo amo a Graco. Es de familia de comerciantes, puede darme un futuro digno.
–Pues mantén a ese chico como tu amante, cuando te hayas casado con el gobernador Flavio. Y ten cuidado de hacerlo después de tener hijos. Así todos estaremos contentos.
La mirada llena de furia hizo que Livilia guardara sus palabras. Publio había decidido. Fue al dormitorio de su madre, donde lloró con amargura. Publio se limitó a servirse un vaso de vino. Limpió el sudor de su frente con un paño y siguió con la lectura que había abandonado.
Al día siguiente, marcharon a la domus del senador Flavio. Los tres vestían sus mejores prendas. Publio lucía la indumentaria civil que lo reconocía como Legatus. Fueron acomodados en el atrio principal. Les ofrecieron fruta y vino de calidad. Al poco tiempo de iniciar el refrigerio, su anfitrión apareció. El senador lucía una toga recién confeccionada. Se aproximó a sus invitados realizando una reverencia.
–Gracias por venir, Publio y Herminia Titinia. Vuestra hija luce tan bonita como la mañana que disfrutamos. Debo partir dentro de poco hacia el senado así que seré breve. Livilia Titinia, he pedido tu mano. La aceptación de tu padre me ha llenado de alegría. ¿Existe algún impedimento, por tu parte, para este enlace?
La chica iba a responder con rapidez aunque el aura de autoridad de su padre hizo que pensara su respuesta. Sentía los ojos de su progenitor clavados en ella. Su madre sostenía una falsa sonrisa ante el senador. No le agradaba para ella, mucho menos para su hija.
–Acepto el connubium con usted, senador Octavio Flavio. Me sentiré llena de honor siendo su esposa.
Las palabras sonaron con eco en el atrio, carentes de emoción. Publio temió, por un segundo, que su amigo se replanteara aquel enlace. El senador sonrió con amabilidad.
–De acuerdo, el enlace tendrá lugar al comienzo del verano. No os preocupéis por los costes, todo correrá de mi cuenta. Disculpad que os despida tan rápido. He de ir a votar. Roma está a punto de entrar en guerra. Nos iremos viendo más a menudo.
De vuelta en su domicilio, Publio comenzó a festejar aquel acuerdo. Su hija lo miraba con odio. Herminia recordaba a Livilia que debía hacer caso a su padre hasta el connubium. Después de la ceremonia, tendría que obedecer a su esposo. Tras aquella afirmación, Herminia rompió a llorar. La impresión que había causado aquel senador la había turbado. Se retiró al cubiculum privado. Su hija la acompañó, también con lágrimas de frustración en su rostro. A solas, Herminia aconsejó a su hija para sobrevivir a su futuro matrimonio.
Publio salió hacia el senado. Podían movilizar a la segunda legión en cualquier momento. Aunque estaba agradecido de estar en la capital, reconocía que su permiso se alargaba demasiado. Necesitaba algo de acción. Muchos soldados de su legión también se acercaron ante la incertidumbre de la campaña. Tras varias horas de espera, el senado comunicó que no habría guerra aquel año. Publio se sintió frustrado. Pasó el resto del día con sus compañeros hasta la hora del descanso. Cuando regresó a casa, encontró al joven Graco frente a su entrada.
–Es el eyaculador que intentó robar la virginidad de mi hija… ¿Qué haces aquí?
–Vengo, digo… Estoy aquí para pedir la mano de Livilia.
–Petición denegada. Aparta de mi casa. Voy algo borracho, no me presiones o terminaré por abrirte en canal.
El chico intentó replicar. La palma abierta del Legatus interrumpió el argumento, tumbando a Graco en el suelo. Se levantó con rapidez con el lado izquierdo de la cara enrojecido. La mirada furibunda de Publio hizo que el joven desapareciera de allí. Livilia había observado aquel suceso desde la ventana de su habitación. Su frustración hizo que rompiera a llorar de nuevo.
El día de la boda fue anunciado tanto por el Praeco como por los Strilloni, creando en toda Roma una inquietud inesperada. La sociedad patricia, al completo, fue invitada a la ceremonia. La casa del senador Flavio sería el epicentro de la celebración. Los demás ciudadanos de Roma se congregaron en las calles adyacentes. No habían sido invitados a la ceremonia. Sin embargo, los esclavos del senador, repartían las sobras entre la plebe.
Livilia vivió el día como si estuviera en un sueño. Las mujeres más influyentes de la sociedad se desvivían en halagos hacia la joven. Publio, junto a su esposa, estaba henchido de orgullo. Pasó la mayor parte del tiempo siendo la sombra de su nuevo nuero. El Legatus se esforzaba por causar buena impresión. Su mujer parecía más insegura. Terminó por retirarse junto a su hija, dejando a su marido en su baño de masas.
Los invitados fueron despedidos dos horas después del anochecer. El senador tomó a su esposa por el brazo. Era delicado aunque el gesto denotaba ansiedad. Livilia miró a su madre por última vez como vestal. Agachó la cabeza y siguió a su nuevo marido hasta el cubiculum nupcial. Octavio pidió a su esposa que se desnudara con lentitud mientras esperaba en el lecho. Livilia accedió y se fue despojando de la elegante toga poco a poco. Quería demorar el acto sexual el máximo tiempo posible. Recordó a Graco en aquellos momentos. Aquel primer encuentro con su amado hizo que surgiera una idea en su cabeza. La excitación del joven le hizo verterse antes de consumar. Intentó subir la excitación de su nuevo marido para producir aquel efecto. De no funcionar, tenía la esperanza de reducir el tiempo de penetración. Bailó frente al senador como lo hacían en los lupanares más lujosos. Se contoneó como las concubinas de Egipto. Gimió como las meretrices de Tracia. Transformó su repulsa en deseo condensado. Livilia se acercó al lecho decorado con sedas y ramos de flores. Tocó a su marido y lo notó inconsciente. Había bebido más de la cuenta. En aquel momento, su cuerpo se relajó. Dejó dormir a su marido mientras se dejaba llevar por el cansancio.
A primera hora de la mañana, la domus se llenó con los alaridos de Livilia. Gritó con fuerza hasta que los esclavos llegaron al cubiculum nupcial. La joven se dejó llevar por él pánico. El senador Flavio estaba muerto. La encontraron en una de las esquinas, cubierta con las sedas de la cama. Dos de las mujeres se la llevaron al triclinium, donde consiguieron calmarla. El liberto de la casa fue en busca del médico. Tras un examen del cadáver, la causa de la muerte parecía clara.
–Es un hombre mayor. El exceso de vino y la copiosa comida del banquete, han pasado factura. El pobre Octavio no ha podido soportar tantos excesos en una sola noche. Que Júpiter lo acoja en el Olimpo.
Horas más tarde, Publio se personó en la domus. Abrazó a su hija con furia contenida. El médico tuvo que contarle tres veces la causa del fallecimiento. Cuando estuvo a solas con Livilia, comenzó el interrogatorio.
–¿Lo has envenenado?
–No, padre. Jamás se me ocurriría hacer algo parecido.
–La muerte del senador nos perjudica, no solo por la pérdida de nuestro estatus sino porque era un gran aliado.
–Padre, lo siento… Jamás desearía daño alguno, a pesar de sentirme…
–No sigas, Livilia. Demasiado blando he sido contigo. He sentido debilidad porque eres mi única hija. De momento, no puedo perdonarte.
El Legatus se dirigió a la salida, dejando a su hija con el llanto en la garganta. De vuelta en la ínsula donde vivía, Herminia intentó calmar el temperamento de su marido.
–Estoy seguro de que ha muerto envenenado. Los síntomas que dijo el médico coinciden con otro caso que conocí.
–Era un hombre mayor.
–Se mantenía en forma. Practicaba conmigo lucha y podía ponerme en un aprieto. Estuvo comedido en el banquete, en comparación con otras veladas más salvajes.
–Tal vez anoche, los dioses decidieron llevárselo.
–Los dioses… En alta gracia lo tenían como para llevárselo antes de tiempo. Si nuestra hija lo ha envenenado, jamás la perdonaré.
–¿Seguro? ¿Serías capaz de no volver a ver a tu única hija?
–Así es.
–¿Y a tu esposa? –Publio enmudeció. La furia contenida se disipó al instante. La cara reflejó preocupación. Herminia se mostraba enfadada por primera vez en su vida. –Dime, gran Legatus. ¿Qué harías si fuera yo la culpable? ¿Si hubiera aprovechado un descuido en la fiesta para verter unas gotas de veneno en la copa de nuestro anfitrión? ¿Sabes lo que podría haberle hecho a nuestra hija? Nunca te ha importado, lo único que querías era un heredero. Cuando no pude darte más niños, comenzaste a odiarla porque no te atrevías a odiarme a mí.
Intentó argumentar una defensa. De sus labios salían balbuceos. Herminia acertaba en aquel planteamiento. Era la primera vez que se enfrentaba a sus propios sentimientos. Publio tomó asiento, con una sombra de temor en la mirada. Miró el vino con desconfianza. Lo había agotado hacía un momento. El sudor frío comenzaba a sentirlo por oleadas.
–¿Está…?
Herminia se limitó a asentir. Lloró cuando Publio cayó de rodillas. Había puesto una dosis letal en el vino. Debía asegurarse de que muriera con rapidez. Cuando quedó inerte en el suelo, comenzó a llorar. Era un llanto de alivio; el terror se desvanecía de su vida.
2 COMENTARIOS
Estaba buscando este relato en concreto, y no lo encontraba. Resulta que no lo has puesto en la categoría de romanos. De hecho no tiene categoría asignada aún.
Y por cierto, me encanta este relato.
Actualizada, muchas gracias