
La base de todo poder








Walter Arrington observaba las protestas desde el ventanal de la oficina. Sonreía, oculto, ante los miles de manifestantes agolpados tras las vallas de contención. La fila de antidisturbios permanecía alerta, preparados para disipar a la multitud. Tomas Barnes pasaba las páginas del Herald Tribune sentado en el sillón. William Dorsey bebía su tercera taza de té. Lanzaba miradas fugaces a la masa de gente, acomodado en la mesa de reuniones.
–¿Podremos salir a la hora del almuerzo? Me gustaría pasarme por Anderson. Tienen un sandwich de cebolla y queso cheddar especial.
–Se me hace la boca agua cada vez que pienso en lo tierna y sabrosa que estaba la carne de ayer.
–Corta el rollo, Barnes. Me desagrada que mezcles eso con el almuerzo.
–Has comido tanta carne como yo en la fiesta de nuestro benefactor.
–Puedo hacer una excepción en momentos importantes. Y no me llevo lo que sobra en un tupper, Barnes.
Walter Arrington soltó una carcajada después del comentario. La masa de protestantes comenzó a gritar consignas al unísono. El sonido llegó rebotado.
–¿Qué bicho les ha picado?–Barnes se levantó del sillón para situarse al lado de Arrington.
–Están hartos de las desapariciones. Llevaban planeando esta manifestación desde hace semanas. Cuando desapareció la sexta.
–¿No debería preocuparnos? –dijo Dorsey, dejando el té sobre la mesa.
–Estamos bien protegidos. Observa.
Walter tomó su terminal móvil y seleccionó un número interminable. Tras presentar un código numérico, la persona respondió al otro lado.
–Puede dar la orden, ahora.
Colgó la llamada y congregó a sus compañeros frente al ventanal. Al cabo de dos minutos, comenzó la represión. Primero cargó la unidad de antidisturbios. Después se arrojó gas lacrimógeno para disolver a los manifestantes coléricos. Cuando el humo se disipó, fue el turno de los cañones de agua. Para entonces, el trío reía con escándalo. Sacudían sus cuerpos jóvenes de gimnasio en una carcajada continua, demente. Cuando el chorro a presión alcanzó a una anciana, las risas se redoblaron. Dorsey terminó por orinarse en el Armani cuando los servicios sanitarios retiraban el cuerpo inerte.
–Puta mierda, voy a mi despacho a cambiarme. Os veo en la entrada, dentro de quince minutos. Iré a Anderson a por ese sandwich.
En el restaurante, después de saciar el hambre, Walter Arrington consultó el teléfono inteligente. Su cara se tornó seria.
–Un mensaje de nuestro benefactor. Estará mañana en su mansión de la calle Oxford. Ha regresado de Berlín. Debemos asistir los tres.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó Dorsey.
–Una nueva fiesta. Tiene invitados.
–Supongo que podremos hacer lo que queramos con las piezas que sobren.
–No empieces, Barnes. Me molesta que enturbies el recuerdo de mi almuerzo. –William Dorsey lanzó la servilleta sobre la bandeja con desagrado.
–Te vas a tener que aguantar. Algunos disfrutamos con este trabajo.
–Una cosa, Arrington… Yo llamaré a una prostituta, como la última vez.
–No hay problema, siempre que no sepa con lo que se va a encontrar.
El comentario provocó unas pocas carcajadas en el trío de jóvenes. Regresaron a su lugar de trabajo hasta las cinco y media de la tarde. Walter Arrington fue el primero en abandonar el edificio. Las calles se mantenían vacías. El tráfico rodado era escaso. En las aceras, yacían algunas pancartas pidiendo justicia. Estaban rotas y empapadas. Aquello le hizo pensar en su benefactor. No disponía de acompañante para la fiesta. Si dejaba el asunto a un lado, se vería obligado a imitar a Dorsey.
Tras avanzar por Trafalgar Square, divisó a la primera persona desde que la manifestación se había disuelto. Era una chica, ataviada con los colores de la protesta. Manipulaba el teléfono inteligente, con expresión sombría. Cuando estuvo a su altura, Walter Arrington se interesó por ella. A primera vista, cubría todas sus necesidades. La chica, entre sollozos, se presentó con el nombre de Carol. Dijo que su novio la había plantado y se había llevado todo su dinero.
–Para mí el dinero no es un problema. Te doy cien libras, solo hay un inconveniente.
–Tengo que hacerte alguna guarrada, ya sé por dónd