Final perfecto
A las tres de la madrugada, Jaime despertó de aquel mal sueño. El primer instinto que tuvo fue llamar a su madre. Frenó aquel impulso en seco. Si despertaba a Casio, se pondría a ladrar. Su padre iría a verlo. Cuando se levantaba de la cama no se podía volver a dormir. En la pesadilla, sentía que el cielo se iluminaba por una enorme bola de fuego. Caía justo delante de la ventana, a pocas manzanas del edificio donde vivía. Se despertó en el momento del impacto. Aliviado por estar a salvo, esperó tumbado sobre el colchón. Reunió el valor suficiente para acercarse a la ventana. Lo hizo en absoluto silencio para no despertar a Casio. El podenco rubio dormía en su cesta, ajeno a la actividad de su dueño de nueve años.
Subió la persiana poco a poco. El cielo estaba oscuro, vacío salvo por el fulgor de las estrellas. Jaime se relajó ante aquella vista. Fue consciente de que su pesadilla no tenía fundamento. Antes de alargar el brazo hacia la cinta de la persiana, observó cruzar por el cielo una enorme bola azul. Emitía un brillo tenue y constante. El azul era cálido, brillante y siniestro. Al contrario que en su pesadilla, aquella esfera atravesaba el cielo con lentitud. Descendió, suave, ante los ojos asombrados de Jaime. Era grande y estaba cerca. Lo perdió detrás de la línea de edificios que quedaba frente a su ventana.
En aquel momento, cerró la persiana. Mantuvo la luz apagada. El miedo despertó en el chico. Aquello suponía demasiada tensión. Se dio cuenta de que estaba gritando cuando su padre abrió la puerta. Casio aullaba, contagiado por el pánico de su pequeño amo. Había salido de la cesta y se había colocado cerca del niño para protegerlo.
–¿Qué ocurre, Jaime? ¿Qué haces levantado?
–¡Lo he visto! ¡Una luz azul! ¡Por la ventana! ¡Primero tuve una pesadilla, me levanté y lo vi! ¡Estaba cruzando el cielo y era muy grande, como la luna de grande!
–Calma, calma. No me estoy enterando de nada. ¿Dices que ha sido una pesadilla?
–No, la pesadilla era antes. Me desperté y fui a mirar por la ventana para olvidarme de lo que había soñado. Justo cuando me volvía a la cama, una luz azul y enorme ha cruzado por el cielo. Lo peor es que iba hacia abajo. ¡Quería aterrizar! ¡Ahí al lado, papá! ¡Está a poca distancia!
–Jaime, no grites. Cada vez que lo haces, Casio se pone nervioso. Vamos a despertar a todo el vecindario. –Javier tomó al perro rubio por el collar y lo devolvió a la cesta. A pesar de emitir algunos gruñidos, no volvió a hacer ruido. –Vamos, vuelve a la cama. Ha sido una pesadilla, seguías dormido mientras te has levantado.
–No, papá. He subido la persiana.
–Está bajada.
–¡Porque la he bajado después!
–No grites, he dicho. A dormir. Voy a quedarme despierto. No quiero oír ni un solo ruido. –Jaime obedeció y regresó a la cama.
–¿Eso puede pasar? ¿Seguir dormido mientras estás levantado? –Preguntó mientras Javier lo arropaba.
–A veces pasa. Se llama sonambulismo. No pongas esa cara, es algo frecuente.
–Pero era todo real, lo he visto.
–Era real para ti, hijo. Para nadie más. Ahora, a dormir.
–Papá…
–¿Qué, Jaime?
–¿Puedes dejar la luz encendida?
–Claro, hijo. Estaré en la cocina.
Jaime se tumbó en la cama. El corazón latía acelerado. El perro saltó al colchón y se hizo un ovillo junto a él. Mantenía la férrea voluntad de tener los ojos abiertos, vigilando la ventana. Con el paso de los minutos, el cansancio invadió aquel menudo cuerpo. Se quedó dormido hasta la mañana siguiente.
A pesar de la explicación de su padre, Jaime sabía lo que había visto. Lo comentó con sus amigos más cercanos. Antes de que empezara la clase, se acercó a los pupitres de sus compañeros más íntimos. Contó lo que había visto después de la pesadilla con un detalle enfermizo. Los dos niños se rieron de la posible invasión alienígena.
–Demasiada consola, tío. Es muy difícil creerte –dijo Juan –. Pero buen intento.
–Puede ser que estuvieras sonámbulo –contestó Rubén –. Mi primo tiene de eso, se levanta por las noches y le mea a la lavadora. Mis tíos están muy preocupados.
–Eso dice mi padre pero… ¿Le mea a la lavadora? ¿Por qué?
–No lo sé… Estará soñando, supongo.
–No me pasa lo mismo, te lo prometo. Yo solo vi una cosa…
En aquel momento, la profesora Irene pasó al aula. Estaba distinta. Sonreía todo el tiempo y la mirada era crispada. Su extrema delgadez estaba acentuada por el movimiento forzado del cuerpo. Pidió silencio para dedicar unos minutos a la clase. Rondaba los cuarenta y siempre se había mostrado severa. En aquel momento, Jaime notó un olor especial. Parecía un perfume que se había estropeado por algún motivo. Este nuevo aroma lo atraía y, al mismo tiempo, lo hacía sentir enfermo.
La profesora Irene habló para expresar su afecto. Nombró la fraternidad entre pueblos, el hermanamiento entre compañeros y los buenos sentimientos. Pidió un abrazo al final de su discurso. Lo extraño para Jaime fue ver a sus compañeros ir al encuentro de la profesora. Juan y Rubén se acercaron los primeros a ella. Hizo acopio de voluntad, evitando levantarse con la primera oleada. Podía percibir un extraño gas azulado que emanaba de Irene. Los niños iban respirando aquella atmósfera según se acercaban. Quedaban pocos para aquel abrazo comunal. Jaime se levantó, como hicieron los últimos de su clase. Se aproximó hacia el corro que rodeaba a la profesora, aguantando la respiración. En el último momento, giró hacia la puerta del aula y salió corriendo.
Nunca le había parecido tan amenazador aquel pasillo sin gente. Las pisadas resonaban en las paredes, a pesar del calzado deportivo que llevaba. Su propia respiración era tan alta que temía ser detectado por el jadeo. Se refugió en el baño hasta recuperar el aliento. Aquel gas azulado tenía relación con la bola luminosa que había visto.
Salió a la calle, evitando al profesor de guardia. Se encaminó hacia su casa. Sabía la dirección aunque quedaba lejos de allí. Después de veinte minutos de huida, decidió realizar un descanso. Se detuvo en un parque cercano. Miró hacia atrás y sonrió para sí mismo. Había conseguido salir del colegio sin que nadie lo percibiera. Desde allí, Jaime tenía toda la visión periférica del barrio. Calculó la posición del edificio donde vivía, buscando la perspectiva correcta. Subió al tobogán y al sauce podado, sin conseguir su objetivo. Se movió hacia el oeste, donde los setos formaban un pequeño laberinto. Desde allí, los edificios cercanos dejaron de tapar la vista hacia su vivienda.
Localizó el edificio con facilidad. Era blanco, con un borde verde enmarcando las cuatro fachadas. Se veía a media distancia, podía llegar en cuarenta o cincuenta minutos. Observó la ventana de su habitación en la lejanía. Volvió a sentir aquella sensación de triunfo. En aquella ocasión fue seguida de un escalofrío. Según el ángulo de visión desde la ventana, estaba en el posible lugar del aterrizaje. Miró a su alrededor, nervioso. Se quedó entre los setos, agradeciendo el sol de la mañana. Se había dejado la mochila y el abrigo en clase. Por suerte, llevaba las llaves de casa en el bolsillo del pantalón.
A las diez de la mañana, el parque estaba casi vacío. Veía algún coche pasar por la calle contigua. Un barrendero vaciaba las papeleras en su carretilla-contenedor a doscientos metros de Jaime. El niño se mantuvo escondido hasta que aquel hombre le dio la espalda. Durante la espera, vio aquel objeto de forma inesperada. A pocos metros del barrendero, la esfera tomó cuerpo. Se hizo visible en un segundo. Era plateada y se había seccionado en la parte que apuntaba al trabajador. Del interior surgió una nube luminosa de tonalidad azul. Avanzó hacia el exterior, atrayendo la atención del barrendero. El hombre quedó enmudecido por el asombro. La forma etérea actuó con rapidez. Se introdujo por la boca, los oídos y los ojos del hombre. Cayó al suelo tras aquella invasión inesperada. Al cabo de unos pocos segundos, Jaime lo vio levantarse. La expresión era similar a la de su profesora Irene.
Jaime vio como el barrendero interrumpía el tráfico para abrazar a los conductores. Estos caían bajo el influjo gaseoso, actuando según las órdenes del cuerpo anfitrión. Se alejaron, dejando cinco vehículos vacíos y subiendo la calle hacia el centro de salud. Jaime tomó la dirección contraria, directo hacia su domicilio. Cuando abrió la puerta del piso, Casio salió a saludar. El perro lo siguió por toda la vivienda. Llamó a su madre a voces. Pronto se cercioró de que no estaba en casa. Tomó un segundo desayuno en la cocina mientras el perro rubio se tumbaba a sus pies. Poco después de reponer fuerzas, la puerta del piso se abrió. Tras ella, se encontraba su madre.
Fue al encuentro desde la cocina cuando notó la extraña expresión que lo había alertado antes. Su madre tenía aquella mirada crispada. Jaime actuó rápido. Regresó a la cocina y bloqueó la puerta con la mesa. Su madre fue perdiendo la paciencia con el paso de los minutos. La voz fue tornándose de un tono dulce a otro más colérico. Al cuarto de hora, la puerta de la cocina voló por los aires. Media mesa también había desaparecido. Tras la nube de astillas, la expresión psicótica de su madre dejaba un rostro irreconocible. Empuñaba un arma extraña, en forma de barra metálica, que humeaba partículas iridiscentes por el extremo. Apuntó al niño, todavía aturdido por el disparo. Casio protegió a su dueño, lanzándose hacia la mano de la mujer. Al momento, el perro tenía aquella barra metálica entre sus dientes. Jaime empujó a su madre y superó el bloqueo. Casio lo siguió, metiéndose entre las piernas de la aturdida mujer. Una vez en la calle, Jaime corrió de vuelta al parque. Casio lo adelantó con el arma todavía en las fauces. En cuanto estuvo a una distancia segura, llamó al perro y tomó el artefacto.
A las doce y media de la mañana, la gente del barrio vagaba parasitada por las calles. Jaime sostenía a Casio por el collar, agachado entre dos coches. Iba evitando todo contacto con sus semejantes. A pesar de encontrar hasta ocho personas afectadas, pudo evadirlas manteniéndose escondido. La percepción de la gente bajo aquel parásito era bastante deficiente. Avanzó con lentitud hasta llegar al parque. En cuanto alcanzó el carrito-contenedor del barrendero, la vara grisácea comenzó a iluminarse. Emitía un brillo azulado, cada vez más intenso. Jaime se limitó a esperar.
La esfera plateada se hizo visible a diez metros de él. Casio ladeó la cabeza al ver aquel enorme objeto. La sección frontal se desprendió, creando una rampa hacia el interior del artefacto. Jaime no se lo pensó un segundo. Tomó a Casio por el collar y subió la rampa junto a su mascota. Aquella barra metálica se iluminaba antes de abrir todas las compuertas. El chico no encontró rastro de vida en el interior. Al llegar a la quinta sala, se topó con algo fuera de lo común. Un núcleo incandescente gobernaba aquella habitación circular, suspendido en el centro. Estaba rodeado por un campo de energía que lo mantenía estable.
Jaime sabía lo que debía hacer. Extendió el brazo que sostenía aquella barra metálica. Se concentró un instante y aquella arma obedeció su voluntad. Surgió un destello iridiscente hacia el núcleo. El rayo impactó en el campo de energía, debilitándolo y haciendo escapar parte de la fuerza del interior. El campo fue perdiendo densidad, haciendo que la masa interna vibrara inestable. Jaime se volvió hacia la salida. Las compuertas se abrían, cediendo el paso hasta alcanzar la rampa exterior. Antes de poder bajar, Casio gruñóal grupo de extraños que bloqueaban la salida.
En el inicio de la rampa, Jaime distinguió a su profesora Irene entre la multitud. Todo el instituto estaba allí reunido, además de gente que no conocía de nada. Liderando el grupo, se encontraba su madre. Extendía la mano, con expresión dulce, pidiendo la barra metálica. El niño dudó unos segundos. No tuvo que elegir. La explosión se sucedió al instante. A sus espaldas, el núcleo había perdido la integridad. La explosión acabó con aquel artefacto desconocido.
Justo en el momento de sentir su cuerpo desintegrado, despertó en la habitación. Dio la luz, alarmado. Miró alrededor un momento. Estaba rodeado por sus cosas. Casio lo miraba, alzado a los pies de la cama. Fue directo a la ventana, tiró de la cinta de la persiana y se quedó mirando el cielo estrellado. En aquel momento, la luz entró en la habitación como si fuera de día. Un enorme bólido irrumpía en la atmósfera, llegando hasta aquel núcleo urbano con rapidez. Jaime sonrió, aliviado. Se volvió hacia su perro antes de la destrucción.
–Solo dolerá un momento. Como cuando te pincha el veterinario. Créeme, lo he vivido antes. Espero que esta vez sea definitivo. Odiaría tener que repetir lo de la esfera azul.