Corazón de oro
Paz del Valle era una joven enfermera en el hospital de su pequeña ciudad natal. Había comenzado a trabajar allí tras años de duro esfuerzo. La meta más importante de su vida estaba alcanzada y resplandecía de felicidad. Tras varios años de turnos de doce horas, cambios de horario continuos y presión de los médicos, su devoción por el trabajo descendió en picado. El resplandor se había convertido en un aura oscura y la sonrisa inocente en una mueca de cinismo. Susana, la enfermera jefe, se compadeció de ella después de la crisis nerviosa. En cuanto se incorporó de nuevo al trabajo, derivó a Paz a otro servicio. Allí estuvo una larga temporada, en la unidad de cuidados intensivos. Eran turnos de diez horas, rotativos de semana en semana. El nivel de estrés era mínimo aunque algo llamaba la atención de la enfermera. No importaba que Paz cubriera el turno de día, el turno de tarde o el turno de noche; todos los pacientes morían cuando se encontraba ella presente. Los remordimientos afloraron durante unas semanas aunque pronto los tuvo que desterrar, tal y como había aprendido en terapia. Los enfermos se encontraban en sus últimos momentos de vida. Muy pocos salían adelante, entre un cinco y un diez por ciento. Casi todos eran ancianos. Así racionalizó Paz aquel acontecimiento. Aprendió acerca del más allá, viendo programas especializado durante las guardias nocturnas. Así comenzó a experimentar sentimientos de misericordia.
Cuando Susana volvió a trasladar a Paz a su servicio original, la crisis nerviosa tardó diez días en aparecer. No fue muy grave, un simple desvanecimiento bajo presión. Susana, veterana en profesión y en edad, intervino al respecto. Destinó a Paz a cuidados intensivos, consiguiendo estabilizar la situación de la enfermera.
Paz estaba realmente cómoda con sus ancianos terminales aunque pronto comenzó a sentirse extraña. Esperaba día tras día, turno tras turno y ninguno de sus pacientes fallecía. Trató de cubrir a otras compañeras y doblaba guardias. Nada; no consiguió asistir a ningún deceso. En su interior, Paz albergaba la preocupación de que la crisis nerviosa apareciera de nuevo. Traía a Susana de cabeza con tanto cambio de horario. Si sufría otra crisis, la enfermera jefe la desplazaría a otro servicio. Quería permanecer allí, experimentar la dicha, volver a ser feliz haciendo aquello que le gustaba. Una mañana, el señor Martínez-Uroa, comentó su malestar. Era uno de los pocos pacientes con quien podía entablar ratos de conversación. Paz ofreció la más plácida de sus sonrisas y acomodó al anciano en su lecho. Había ideado todo un proceso que realizaba bajo estricto orden. El último paso era sentarse al lado del paciente y esperar a que abandonara esta vida. Aquel hombre tardaba en fallecer. Dos horas de espera mostraban el electrocardiograma estable. El señor Martínez-Uroa, descansaba. Pocas veces reaccionaba mediante impulsos aunque aquella vez, Paz se dejó llevar. El paciente iba a morir tarde o temprano, racionalizó. Inyectó una dosis letal de morfina en la vía intravenosa y terminó su ritual. El último paso de éste consistía en besar la frente del fallecido.
Cada vez que Paz experimentaba angustia, administraba el medicamento adecuado sobre su paciente moribundo y comenzaba el ritual. Poco a poco, fue creciendo la cifra de defunciones. Paz era una mujer lista, sabía que no podía llamar la atención. Igualó los índices de fallecimientos al de las estadísticas. De aquella forma, su tranquila actividad continuaría en el hospital de su pequeña ciudad.
Todo fue sobre ruedas hasta que Paz se encontró con una nueva paciente sentada en una silla de ruedas del hospital. Era una chica de veintitrés años con la pierna escayolada. A Paz le llamó la atención verla tan sana. –Estoy en observación. –Dijo –El médico me ha enviado aquí. No hay sitio en la tercera planta. Me llamo Marta. –La chica se levantó con agilidad, sin apoyar la pierna dañada y plantando dos besos a Paz en la cara. Tomó asiento en la silla con la misma agilidad con la que se había levantado – ¿Cuál es mi habitación? –Preguntó impulsando la silla de ruedas pasillo adentro. Paz le indicó el lugar donde descansaría, al lado de la vegetativa señora Jiménez. Ella se impulsó con los brazos hacia la cama, acomodándose por su cuenta. Portaba una riñonera de la que sacó su teléfono móvil y comenzó a teclear en la pantalla. Paz salió con una mueca de disgusto ante la impetuosidad de la joven. La chica no le había caído bien en ningún momento. Fueron tres días de frenesí. Los allegados de la joven entraban y salían de la habitación, alterando la tranquilidad de aquella zona. Paz no podía realizar sus rituales con tanta gente entrando y saliendo, realizarían demasiadas preguntas incómodas. La ansiedad crecía para la enfermera. Aquella sensación se disparó al ver la ficha de Marta Uribe. Extirpación de las amígdalas y del apéndice. Dos semanas de ingreso. A Paz le dio un vuelco el corazón. Carecía de la voluntad suficiente para pasar tanto tiempo sin sentir el éxtasis del traspaso, como lo llamaba mentalmente. Esta vez premeditó el fallecimiento de Marta González. Examinó a conciencia su ficha médica. No sufría reacción alérgica a nada, ninguna enfermedad grave, niveles sanos… Era la ficha de una atleta. Paz se esperaba aquello, había visto la fuerza que tenía aquella chica pero no sobreviviría a una sobredosis de potasio inyectada en vena. El paro cardiaco sería inevitable. Esperó hasta las tres de la madrugada para pasar a hurtadillas a la habitación. La señora Jiménez seguía en coma, escuchaba el electrocardiograma constante. Cuando Paz cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado, se enfrentó a la esbelta figura de la joven, medio incorporada de la cama. Paz se asustó al verse descubierta pero continuó su acción con disimulo. Mostró interés por la joven. Le ofreció algo que le ayudara a dormir. –No tengo sueño, he dormido todo el día. Estoy revisando mi Twitter. –Paz se acercó un poco más, descubrió que la chica no disponía de vía intravenosa. No sería fácil inyectarle el compuesto que tenía preparado en el bolsillo. Trató de convencerla. Le vendió la inyección como algo maravilloso. Tenía que inyectarle aquello fuera como fuera. –Me juego las olimpiadas, no puedo tomar nada que mi médico no haya autorizado. –El potasio se disolvía en el cuerpo, pasando inadvertido. Era el asesino ideal, nadie podría culparla. Paz disimuló con la señora Jiménez. La chica se recostó, dándole la espalda y prestando atención a su teléfono móvil. Paz vio el momento. Daba igual que la inyección fuera intravenosa o no, el compuesto de potasio la mataría. Punzó con rapidez la espalda de la chica. No pudo apretar el émbolo; el tortazo que recibió fue fulminante. La jeringuilla cayó al suelo y Paz encajó el golpe de la mejor forma posible. Su cabeza se proyectó, inevitablemente, contra la pared. Aquel golpe la dejó más aturdida. – ¿Qué me has metido, idiota? ¿Estás loca? –La reacción de Marta fue acompañada de un puñetazo directo en la cara de la enfermera. –Si doy doping por tu culpa, acabo contigo, hija de puta. –Tras propinar una patada en el estómago con su pierna sana, tumbando a Paz definitivamente, Marta apretó el llamador de su cama con insistencia. Al momento se presentó Susana junto con dos médicos del hospital. La ronda de preguntas comenzó al instante. Paz pretendía defenderse pero no podía hablar. El golpe en el estómago la había dejado sin aire. Sangraba abundantemente por la nariz y sus labios crecían y se amorataban por momentos. Marta fue la que comenzó la historia. Todo resultaba muy sospechoso. Cuando recuperaron la jeringuilla del suelo, los médicos ya sabían las intenciones que Paz había albergado.
Tras la investigación pertinente, pudieron acusar a Paz de intento de homicidio pero todo aquello no le importaba. Había superado las crisis nerviosas. Ahora ejercía de ayudante de enfermería en la prisión de su pequeña ciudad, con la certeza de una temporada llena de tranquilidad. Paz seguía queriendo experimentar el éxtasis tras su ingreso en la cárcel. Con ello prolongó su estancia entre aquellas paredes durante mucho tiempo aunque esto es ya otra historia.