Unos cuervos de nada
Como Raúl había comentado, España era la segunda del mundo en producción de opio. Como botánico recién licenciado, Carlos había accedido a trabajar con el equipo de recolección. Era una oportunidad única debido a la amistad que tenía con Raúl y su mujer.
Se dirigió, con su vehículo, hacia aquella zona no señalizada del mapa. Nada más llegar a las instalaciones, se quedó perplejo. Un vehículo de la guardia civil lo había escoltado hasta la entrada de la finca. Las plantaciones de amapolas ocupaban las dos hectáreas de terreno. En el centro, como un islote redondeado, surgía el edificio principal. Estaba construido de forma ecológica. Sobre él, relucían las placas solares que lo abastecían de energía. Al lado, un molino de viento completaba la generación de electricidad para casos especiales. Seis brazos salían como extremidades, desembocando en réplicas de aquella cúpula en menor tamaño. Cuando Carlos llegó a la entrada principal, su amigo Raúl lo recibió con un fuerte apretón de manos. Llevaba un mono verde de trabajo y lucía barba de varios meses.
–Me alegro de verte, pensé que te habías perdido.
–Y no te equivocas… Fueron los guardias del pueblo los que me guiaron. No hay ni una indicación.
–No puede haberla. Trabajamos bajo secreto. Nuestra producción es inspeccionada, medida y evaluada por el gobierno. Cada mes se presenta un equipo de la guardia civil, que da el visto bueno para su envío a los laboratorios farmacéuticos.
–Comprendo. Supongo que me tendré que poner al día con el tema legal.
–Déjalo de mi cuenta, yo soy el responsable. Trabajarás en el campo de recolección. Medirás la salud del cultivo, hemos tenido muchos problemas con la calidad del opio. Cuando tengas suficiente material, extraerás el aceite de la planta en nuestras licuadoras. Ven, te presentaré a los demás.
Encontró dentro de la cúpula a Beatriz, la mujer de Raúl. La conocía lo suficiente como para darle un abrazo. Juan salió de la cocina comunal con un café recién preparado. Lo saludó formalmente. Tras unos minutos de conversación y bromas domésticas, pasaron al laboratorio farmacéutico. Una chica menuda, de pelo rubio y lacio, tomaba apuntes en un cuaderno.
–Verónica, te presento a Carlos. Es nuestro nuevo botánico. Se encargará de la buena salud de la plantación.
–Entre otras tareas, debo suponer. Necesito de inmediato alguien que esté conmigo. Debemos llegar a las seiscientas unidades y no hemos producido ni la mitad.
–¿Qué ha pasado con las tres partidas anteriores?
–Se han echado a perder. Con tanta temperatura, se han calcinado. No servían, han perdido el principio activo. –Controló su enfado con torpeza, dando a entender que no era responsabilidad suya. Las siguientes palabras brotaron con calma forzada –Está en el informe que te pasé ayer. ¿No lees nada de lo que te envío?
–He estado ocupado, como todos. ¿Dónde está Sergio? Tiene que conocer al nuevo colega.
Verónica tiró el bolígrafo sobre el cuaderno de notas y señaló hacia el exterior, airada por la falta de profesionalidad. Raúl tomó a Carlos por el hombro y lo dirigió fuera del complejo. Una vez en el exterior, encontraron a Sergio en plena recolección de bulbos. Iba lento como un perezoso. Su aspecto era similar al de Raúl, con mono verde y barba de varios meses. Era más bajo y de pelo más oscuro que su amigo. Portaba una cesta enorme a la espalda donde había recogido cerca de treinta kilos de aquella flor.
–Hombre, si es el nuevo. Ya me habían hablado de ti. ¿Has conocido a los demás?
Carlos asintió mientras estrechaba el guante pegajoso de Sergio. Raúl lo separó enseguida.
–Muy buena coña, Sergio… Anda, ven. Hay que lavarte esa mano. Si dejas mucho tiempo ese pringue en tu piel, te agarras un colocón de cuidado. Las intoxicaciones accidentales ocurren con frecuencia. Sobre todo a este, no te fíes de él. Vamos dentro. Así te enseño el lugar donde vas a descansar.
Deshicieron el camino hacia el edificio principal. Raúl aprovechó el trayecto para explicar cómo habían construido aquel centro. En realidad, la estructura era toda de arena, apelmazada en sacos kilométricos, enrollada en forma de caracol hasta formar la cúpula. Tuvieron en cuenta desde el principio los seis pasillos que daban hacia los habitáculos. El suyo era el primero de la derecha. Su habitación era una réplica del complejo principal aunque con otra distribución. En su apartamento disfrutaba de un aseo con ducha y retrete, un despacho, un salón con conexión a internet y un dormitorio. Tras la puerta principal, encontró un horario donde se especificaban las tareas de limpieza y los turnos de cada módulo.
–Es mejor que seas puntual con la limpieza o tendrás a las chicas dando la vara. Ellas son las primeras en hacerlo y las más exigentes con los demás.
–Comprendido. La limpieza, primero.
–Quítate ese pringue de la mano, tienes que frotarte con alcohol. Hay una botella de dos litros en el baño.
Carlos siguió la indicación de su amigo. Frotó la resina blanquecina hasta hacerla desaparecer. Raúl cerró la puerta del apartamento y retomó el trabajo. Tras una pequeña siesta antes de la hora de comer, se dispuso a afrontar su nuevo y peculiar empleo.
A las tres y media de la tarde comenzó el trabajo. No tardó ni una hora en notar las deficiencias de aquella plantación. Apuntó todo aquello en su cuaderno. La falta de conocimientos era evidente. El colmo fue ver el secadero. Cuando Sergio le explicó cómo funcionaba, Carlos convocó una reunión de urgencia. Explicó los pormenores que había detectado y ofreció las soluciones a cada uno de sus cinco compañeros.
–No se trata del cultivo. Es la forma de recolección. Si introducimos estas mejoras, tendremos resultados óptimos por el mínimo esfuerzo. ¿Qué te parece, Raúl? ¿Se puede realizar?
–Claro, en este mismo momento. Déjame ver… Juan, Sergio y tú moveréis el secadero donde no alcance el sol de forma directa. Nosotros nos ocuparemos del interior, como has dicho.
El traslado del secadero les llevó el resto de la tarde. Sergio refunfuñó todo el tiempo mientras Juan le tomaba el pelo. Carlos observó una bandada de cuervos frente a ellos. Las aves estaban cerca, mostrándose osadas aunque inmóviles todo el tiempo. Tras ellas, una fila de otra docena de aves, esperaba en la valla metálica. Cuando algún panel del secadero pasaba rozando su posición daban saltos para evitar el peligro. Carlos preguntó a sus compañeros acerca de tan insólito comportamiento.
–Ni idea –dijo Juan –, llevan aquí desde el comienzo. Yo no presto atención. Dan un poco de mal rollo.
–Pero si son unos cuervos de nada. En mi pueblo hay muchos. Un vecino mío enseñó a uno a hablar. Igual que los loros. Son muy listos.
Sergio lanzó un pedazo de bulbo a la bandada. La reacción agresiva de los pájaros enmudeció a los tres trabajadores. Habían devorado aquella planta en menos de un segundo. A continuación, volvieron a permanecer al acecho. Siguieron con el traslado del secadero, observando a la bandada en silencio. Cuando el secadero fue trasladado por completo, se olvidaron de los cuervos hasta el día siguiente.
La jornada comenzaba a las nueve y media. Desayunaron en comunidad y aplicaron las técnicas nuevas desde el comienzo. Juan, Sergio y Carlos terminaron a medio día lo que les hubiera llevado toda la mañana. Todavía quedaba arreglar el trabajo mal realizado. Sin embargo, el nuevo método les proporcionó más tiempo para el ocio. Aprovecharon para relajarse con unas bebidas antes de iniciar la remodelación del interior. Los cuervos observaban, alineados en la valla metálica. Parecían haber ganado número. Sergio tomó un bulbo y lo lanzó hacia ellos. Una decena se lanzó hacia el objetivo. Lo consumieron en instantes. Después, levantaron el vuelo para perderse en la distancia.
–No les des más bulbos, Sergio. Parece que les gusta demasiado. –dijo Juan mientras agotaba la lata de refresco.
–Es una ofrenda necesaria. Mantienen a las demás aves lejos del cultivo. Son nuestros guardias del cielo.
–Es lógico, se trata de una droga muy adictiva –dijo Carlos –. Defenderán el opio hasta la muerte. Vayamos dentro. Hay que ayudar a Verónica con las tomas. Ayer reclamó ayuda.
A la hora de la cena, Raúl brindó por Carlos, el nuevo fichaje. Gracias a su nuevo método, habían incrementado la producción un trescientos por cien. Lo celebraron hasta la primera hora de la madrugada. Se acostaron con unas copas de más, fastidiados por interrumpir el festejo. A la mañana siguiente, Carlos fue sintió golpes en la puerta. Quedaba media hora para que sonara el despertador. Se precipitó a la entrada del apartamento, preocupado por la urgencia. Raúl lo esperaba vestido con el mono de trabajo.
–Tienes que ver esto.
–Pero si voy en pijama…
–No importa, ven conmigo. No vamos a salir fuera. Ni de coña.
Cuando ambos desembocaron en la cúpula central, vieron por los ventanales un océano de negrura en pleno movimiento. Carlos se acercó, incrédulo, a la enorme ventana de la cocina. No podía calcular la cantidad de cuervos que había en la plantación. Cientos, quizá miles de ellos se peleaban por los últimos pétalos de amapola. La plantación había sido arrasada. En lugar de flores blancas, había plumas negras y picos afilados. Las vallas exteriores albergaban una hilera inmensa de aves oscuras. Sumadas a la de los cultivos, daban un número ingente de ejemplares. Los cuervos esperaban hasta la entrada del módulo principal. Cuando los demás compañeros se agruparon en la cocina, quedaron intimidados por la escena.
–Tenemos que localizar al capitán Berlanga –dijo Raúl –. Es el mando de la guardia civil responsable de nuestro departamento. Voy a llamarlo ahora mismo.
–Yo voy a vestirme –dijo Carlos –. Deberíais hacer lo mismo. Vamos a tener un día interesante.
La patrulla de la guardia civil llegó quince minutos más tarde. Eran los mismos compañeros que habían escoltado a Carlos en su primer día. Llegaron hasta la entrada de la valla. Las aves se giraron hacia ellos. Graznaron con agresividad cuando el agente López se acercó a la cerca. Su intención era abrir el portón metálico. La rapidez de reacción de las aves dejó perplejo a Raúl. Estaba siguiendo los hechos desde la cámara de seguridad. Cientos de animales se precipitaron sobre el agente. Lo acuchillaron con sus picos con furia salvaje. López tuvo que refugiarse, ensangrentado, en el vehículo. El cabo Ramiro dio marcha atrás hasta conseguir enderezar el vehículo y alejarse de la zona. En todo el trayecto, las aves se lanzaban hacia ellos, causando desperfectos en el coche.
Raúl volvió a llamar al capitán Berlanga. Esta vez, el mando estaba muy cabreado. Se presentó, horas más tarde, con un destacamento armado. Raúl comunicó a sus compañeros que llegaba la caballería. Almorzaron y se limitaron a esperar. Los cuervos rondaban en el exterior, golpeando con el pico los cristales de puertas y ventanas. Parecían evaluar la estructura del centro. Cuando los vehículos llegaron, la atención de las aves se centró en ellos.
Llegaron como si desembarcaran en Normandía. Abrían fuego hacia todo lo que era negro y volaba. De aquella forma, consiguieron abrir el portón de la cerca frontal. Iban vestidos con el equipo anti disturbios y armados con recortadas. Tras desplegar las puertas. La masa oscura se lanzó hacia ellos. Escogían los puntos débiles de los agentes, sin valorar su propia supervivencia. Picaban con agresividad hasta hundir el afilado pico en la piel humana. Los guardias comenzaron a sentirse débiles por la pérdida de sangre. Ni en la retirada eran capaces de repeler el ataque de aquella masa negra. Decenas de pájaros se lanzaban hacia los furgones hasta quebrar los cristales. Diez agentes fueron gravemente heridos. Cinco murieron desangrados o mutilados. El capitán Berlanga había sido una de estas bajas. Raúl recibió la llamada del mando de reemplazo. Hasta que no se realizaran los informes pertinentes, no podían regresar.
La noticia cayó como un jarro de agua fría. Veían los cinco cuerpos caídos a unos metros de la entrada principal, junto a sus vehículos. Los cuervos picoteaban con paciencia los cadáveres, eliminando todo rastro de las personas que fueron. Los nervios de Verónica se quebraron, entró en una crisis nerviosa que desequilibraba la tranquilidad del grupo.
–Saldremos de aquí –dijo Sergio –. Creo que puedo llegar hasta el coche, acercarlo a la puerta y recogeros.
–Podemos distraer la atención de los cuervos, saliendo por mi habitación –dijo Raúl –. Es la única que tiene acceso independiente.
–Les daremos los viales preparados –añadió Carlos –. Los empapamos en pan y lo amontonamos en la parte trasera.
Comenzaron a preparar el plan. Se vistieron con la ropa más acolchada de la que disponían. Sobre ella, vistieron el mono de trabajo. Apilaron todo el alimento en la cocina y lo rociaron con la heroína ya preparada. Juan y Raúl lo cargaron en una carretilla y se dirigieron al exterior. Abandonaron la carga en un rápido movimiento y cerraron la puerta trasera. La masa de aves se lanzó hacia el cebo. Al mismo tiempo, Sergio y Carlos abrían la entrada principal. Fueron a la carrera hacia sus respectivos coches. Una vez dentro, echaron marcha atrás para recoger al resto de compañeros. Con él se montó Verónica. Su estado nervioso lo acució a poner en marcha el vehículo. Para tranquilizar a su compañera, dirigió el coche hacia el exterior de la finca. Lento en un principio. Quemando rueda en cuanto la masa negra se puso en movimiento. Carlos aceleró por aquel camino sin asfaltar hasta llegar a la carretera comarcal. En aquel momento, sintió el impacto de su ventanilla. El ave había roto el cristal. Otros cuervos pasaron al interior, acuchillando la cara de Verónica y capturando los ojos de ambos. Perdió el control del vehículo, saliendo de la calzada. Cuando el coche quedó estático, la negrura rompió los cristales restantes, punzando los cuerpos sin piedad. El trabajo había concluido para ellos.