La última opción
Cuando Daniel Krause comenzó su formación, lo hizo inconsciente de sus capacidades. Sus padres lo internaron en un centro especial. En un principio, pensaba que leer los pensamientos era una facultad común. Los profesores de aquel colegio alemán, alentaron la facultad hasta extenuar al chico. Cuando más cansado se sentía, comenzaba el condicionamiento. Los estrictos valores morales se establecieron en su mente, imborrables, permanentes. No podía someter ni dañar a un semejante. Debía actuar para salvaguardar los intereses de la comunidad. Si el país lo requería, debía ponerse a su servicio. Aunque su colegio estaba poblado de niños de su edad, nunca compartió las pruebas con los demás. En su graduación, ninguno de sus compañeros supo de aquella capacidad especial.
Entró a trabajar en inteligencia militar, empujado por sus padres. Tras cumplir servicio, se mantuvo vinculado al país como analista externo. Daniel Krause realizaba trabajos puntuales para el gobierno alemán en la primera década del siglo XXI. Podían pasar semanas desde un encargo a otro. Por aquella razón cobraba el sueldo mínimo. Cada llamada estaba valorada en diez mil euros. De aquella forma, el gobierno se aseguraba parte de su fidelidad. Daniel realizaba aquellas tareas de forma mecánica. Su formación había conseguido forjar una herramienta precisa. Aunque era una capacidad difícil de controlar, él conseguía un noventa por ciento de aciertos.
La mayor parte de las ocasiones, acompañaba a altos dignatarios en relaciones internacionales. Antes leía una serie de instrucciones. Averiguar direcciones, números de seguridad o intenciones reales se había convertido en su rutina laboral. Aquellos encuentros no duraban más de dos o tres días. Le quedaba una larga espera de meses hasta el siguiente encargo.
La voz tras el teléfono era la de Oscar Fink. Siempre estaba el coronel. No había conocido a nadie más que le informara de su siguiente trabajo. Siempre había ejercido como superior de Daniel. En aquella ocasión, la voz del coronel estaba más agitada de lo normal. Lo citó para aquel mismo día, en una terraza de la plaza de Austria. Krause se puso el abrigo y recorrió las calles de Berlín. No tenía nada mejor que hacer hasta la hora de su cita.
Con el paseo, aprovechó para salir de la inactividad. Iba sondeando los pensamientos más superficiales de la gente. Intenciones de beber hasta perder el conocimiento, consumir drogas, listas de la compra, deseos sexuales ocultos o ansias de poder sobre los demás, eran las ideas más recurrentes en su camino. Sintió el empacho de tanto egoísmo y comenzó a sentirse enfermo. Era frecuente cuando llevaba tiempo sin usar su capacidad. Paró en un café cercano y pidió un café caliente. Durante aquel instante, se concentró en sí mismo. Con un ánimo diferente, sin la implicación emocional que había aprendido a suprimir, reanudó la marcha. El frío se intensificaba según caía la tarde. De su abrigo sacó un enorme gorro de lana y se abrigó antes de afrontar los dos grados bajo cero.
El café Orinoco era uno de tantos en el centro de Berlín. La peculiaridad era que lo dirigían una pareja argentina. Oscar Fink era un aficionado al mate, algo que era difícil de disfrutar en Alemania. Cada vez que podía, se citaban en aquel lugar solo para disfrutar de una pipa con agua hirviendo en ella. El mate era una bebida para tomar con paciencia y tenía que poner al día a Daniel Krause. Esperaba con su pelo rubio descubierto, del color de la paja. Se percató, a continuación, de la enorme estufa exterior. Era el único cliente. Daniel se despojó del sombrero y esperó frente a él. Su pelo era de un rubio más oscuro.
–¿Qué órdenes me traes esta vez? –Oscar tardó en contestar. Removía, abstraído la pipeta del mate. Humeaba al contacto con la atmósfera de la terraza. Aunque estaban bajo cero, Oscar se había sentado en el exterior. Una enorme estufa de butano con fuego superior mantenía caldeado el ambiente. Fuera de su influencia, la mordedura del frío era fuerte.
–No te quedes de pie, siéntate a mi lado. Te recomiendo el batido de plátano y piña, pide algo parecido. Quiero hacer gasto en este establecimiento.
–Claro, vamos a hacer gasto. Paga el gobierno.
–Espero que no haya sido una insinuación de ningún tipo.
–No, señor. –Oscar sonrió. Sabía que no podía guardar sus intenciones ante Daniel.
–No te preocupes. Estaba bromeando. Ya sabes que inflo un poco las cuentas. ¿Y qué? El dinero se va a gastar de cualquier modo.
–¿Por qué estoy aquí, coronel?
–Eso me pregunto yo. En realidad eras la última opción. Creemos que eres el único invulnerable a este problema.
–¿Invulnerable? ¿De qué estás hablando?
–Tenemos el sureste de Berlín como si hubiera regresado al lado soviético. Desde Kreuzberg hasta Neukölln la gente no responde a sus trabajos. No hacen otra cosa que vagar alrededor de un edificio concreto, el Willy Brandt Haus.
–Lo conozco, es un centro cultural. ¿Por qué no enviáis a un equipo?
–Enviamos a tres. Ninguno ha vuelto. Tampoco han reportado nada. Es como si pasaran al triángulo de las Bermudas. No volvemos a saber nada de ellos.
–¿Y yo soy invulnerable a este problema?
–Tu formación ha sido especial. Eres capaz de defenderte, sin duda. Si hay alguien capaz de eliminar esta amenaza, eres tú.
–¿Qué debo hacer?
Oscar sacó una pistola y la dejó encima de la mesa. Daniel la tomó con rapidez. Miró alrededor. Los transeúntes, la mayoría turistas, se recreaban en las edificaciones. Nadie había notado nada.
–Quiero que elimines el foco de la amenaza. Eres el único que puede resolverlo. Sabemos que es un sujeto de gran capacidad de convicción. No te dejes embaucar. Dispara en cuanto lo tengas a tiro.
Daniel terminó su batido de plátano y piña con tranquilidad. Oscar fue a pagar al interior del establecimiento. Dejó una generosa propina. Una vez solo, se levantó con el arma en el bolsillo. Colocó el gorro de lana sobre su cabeza y subió el cuello del abrigo. En la última parada de autobús, se apeó en el famoso centro cultural. Tal y como había dicho Oscar, la gente se agolpaba en los alrededores sin ningún motivo. Todas las miradas se centraron en él. Reconoció los uniformes de las fuerzas especiales. Con confianza, se acercó al oficial de mayor rango.
–Me envían desde arriba, teniente. ¿Puede informar de la situación?
–¿Quién es usted? ¿No ha visto la luz?
–No me ha dado tiempo, supongo. Preste atención. Cuénteme algo sobre Spielberg. ¿Le gusta el director de cine?
El teniente cayó en una especie de catatonia. Daniel rebuscó en su cabeza. Habían hecho un destrozo en su interior. Con un poco de concentración, localizó el ego asustado de aquella persona. Era Peter Braum, jamás se había enfrentado a una situación como aquella. Lo trajo a la superficie de su conciencia y salió del estado alterado. El hombre actuó atemorizado aunque con naturalidad.
–¿Quién es usted?
–Daniel Krause. Estoy al mando ahora. Cuénteme qué ha ocurrido.
–Se mete en tu cabeza… Llevamos horas así. Nos apaga la voluntad.
–¿Quién ha sido?
–Ella, la mujer. Tiene el pelo rojo. Muy llamativo. La mitad del pelo lo tiene más corto.
–Un peinado atrevido, como se llevan ahora. Es joven, me imagino.
–No, señor. No tenía pinta de jovencita. Era mayor aunque bien conservada. Su voz… En cuanto oyes su voz, te quedas helado.
–¿Puedes guiarme hasta ella?
–No, señor. Yo me voy de aquí. No voy a caer en ese estado de esclavitud de nuevo.
Daniel se concentró en la mente de Peter. Lo calmó poco a poco, recordándole sus obligaciones como defensor del estado.
–No lo pondré en peligro. Solo quiero llegar hasta ella de forma directa.
–Está bien. Hay un código. Nos lo ha metido a todos en la cabeza. Si te preguntan, hay que contestar que la mejor luz está en el mediterráneo. Te dejarán tranquilo.
–¿Por qué en el mediterráneo?
–Será la típica cuarentona enamorada de su viaje de fin de carrera. Imagino que a Grecia, Italia o España. Si le digo la verdad, señor, me importa muy poco. Solo quiero volver con mi familia.
–Está bien, avise al coronel Fink. Dígale que pueden acercarse hasta el edificio de seguros. Que traiga varias ambulancias.
Avanzó entre el equipo de la entrada. Con todos procedió de la misma forma. Los integrantes de la policía regresaban con terror de aquella experiencia. Los traumatismos psíquicos eran severos. Tras acabar con los miembros de la autoridad, se puso a trabajar con los civiles. Su salida de aquella extraña hipnosis era tan traumática como la de los guardias. Cuando despejó la zona, hizo frente al grupo del interior. La puerta acristalada estaba abierta.
El segundo equipo guardaba el rellano del edificio. Eran seis. Junto a ellos, los visitantes del museo compartían responsabilidades de vigilancia. Todos preguntaban por la luz. Daniel se deshacía de ellos con la respuesta revelada por el teniente Braum. Seguían en su ensimismamiento, dejando paso libre. Recorrió todo el edificio hasta localizar a la persona responsable de aquello.
El despacho de la última planta estaba resguardado por el primer equipo de la policía. Eran otros seis, los que más tiempo llevaban bajo el influjo directo de aquella mujer. Debía tenerla a unos pocos metros de distancia para poder sondear sus pensamientos. Escuchó ruido a su espalda y pasó a una sala llena de esculturas de colores. Eran patos de goma de distintos tamaños. Una chica llegó con una bolsa de comida oriental. Antes de cruzar al despacho, la pregunta que le hicieron fue distinta. No fue capaz de entender la respuesta. Tras pensar durante unos minutos, decidió arriesgarse pasando sin más. Avanzó con confianza hasta llegar a la altura de los dos guardias. Los otros cuatro se encontraban dentro.
–Es mejor que la nieve se quede fuera.
–La mejor luz es la del mediterráneo.
Los hombres reaccionaron con sorpresa. Aquel segundo de distracción, proporcionó a Daniel la ventaja de disparar primero. Tuvo que agujerear su abrigo largo para herir a su primer objetivo en la pierna. El segundo recibió el disparo en la misma localización. Aprovechó el dolor para entrar en sus mentes. Los paralizó y tomó sus armas. Al instante, la puerta se abrió de golpe. Daniel se deslizó por el pasillo hacia las escaleras. Rodó por ellas mientras las balas silbaban a su alrededor.
Sentía los movimientos de sus adversarios antes de poder verlos. Se dejó guiar por su instinto. El primero cayó rodando por las escaleras al fallarle la pierna. El disparo había sido limpio, encima de la rodilla. Lo dejó inconsciente con un golpe de culata cuando llegó hasta él. El siguiente intentó disparar desde la esquina de la escalera. No llegó a pulsar el gatillo. Estaba dentro del radio de Daniel. Su mente había caído en la inconsciencia, relajándose hasta olvidar todos los esfínteres del cuerpo.
Para los otros dos vigilantes empleó el mismo método. Herida grave y supresión de la conciencia. Tenía que actuar rápido, sentía las sirenas de las ambulancias en la lejanía. Los civiles había salido huyendo tras escuchar el tiroteo. En el despacho, vio la comida oriental desparramada por la habitación. Una mujer tenía su cabeza de pelo rojo posada en la superficie del escritorio. Las manos descansaban sobre la nuca. Estaba sumida en el llanto, como si acabara de perder a alguien.
–No se mueva.
–No, no lo haré. Mire mis manos.
–No voy a esposarla. Míreme a los ojos. ¿Qué opina de Spielberg? ¿Le gustan sus películas?
Daniel entró en la mente aunque sentía curiosidad por aquella forma de proceder. Implantó el recuerdo constante de su imagen, sentado frente a ella. Se situó detrás, junto al sillón. La pistola a punto. Tras aquello, hizo que la imagen de sí mismo emitiera las palabras.
–¿Cómo se llama?
–Rachel. Rachel Müller.
–¿Qué ha pasado, Rachel?
–Yo… en realidad trabajo aquí. Perdí la paciencia y… mi cabeza estalló. Sólo quería que todos me hicieran caso.
–Relájate. Yo puedo prestarte atención.
–¿Harías todo lo que yo te pidiera? –La entonación de la voz había cambiado. Sin duda, aquella musicalidad lo impulsó a la obediencia. Dejó que su reflejo asintiera. –Entonces, dame el arma.
El reflejo entregó el arma a la mujer. Daniel le hizo pensar que agarraba algo pesado, duro, peligroso. Ella no perdió la oportunidad. En cuanto el arma invisible estuvo en sus manos, disparó hasta tres veces.
–¿No tiene balas? Dame la munición.
–En realidad, no hay pistola.
Desde su posición, disparó en la sien de aquella mujer. Tan cerca que podría haberse pegado el tiro ella misma. Limpió sus huellas del arma y entrelazó los dedos de la víctima en la culata y el gatillo. Nada más ver aquella imagen, cualquiera podía suponer que se había suicidado. Daniel salió del edificio. En aquel instante, llegaban las ambulancias. Tras la primera fila de paramédicos y camillas, apareció el coronel Fink.
–¿Está resuelto? –Daniel asintió.
–¿De dónde ha salido alguien así?
–No es seguro. Pensamos que de Rusia. Un experimento que salió mal.
–Y yo… ¿he salido bien?
–Excepcional, diría. A partir de aquí ya me ocupo yo. Te haremos el ingreso a la cuenta de siempre. Descanse, sargento Krause. Puede marcharse.
Daniel se colocó el gorro mientras se alejaba, sombrío y con la cabeza marchando hacia sus propias conclusiones. Un experimento que había salido mal… A él le daba la sensación de que Rachel Müller solo buscaba la libertad. La sensación de escarmiento era constante. Sentía que le habían dado una lección. De pronto, reparó en ello. Había sido tanto un trabajo como un aviso. Si pretendía desertar, compartiría el mismo destino que aquella mujer. El alto mando había conseguido su propósito, de nuevo. Seguiría con ellos hasta el final de su carrera. No tenía elección.