La fuerza del sheriff
El pueblo de Pycott estaba de luto. McCoy había sido asesinado. Los vecinos rindieron respeto a la viuda y familiares cercanos del sheriff. El cementerio parecía la iglesia en día festivo. Jake Wellington, alcalde y juez de la ciudad, también recogió las condolencias de los reunidos. No estaban todos los habitantes. La joven Marie, de los Carlton iba en representación de toda la familia. Jeremy Mayer, casi de la misma edad de Marie, acudió como testigo de los suyos. Aquella falta de respeto le dolió. Estaban firmando su culpabilidad. Raymond McCoy era un amigo cercano, casi un hermano para él. Tras el funeral, Wellington convocó a las familias ausentes. Las citó en el ayuntamiento y acondicionó la sala de plenos mientras llegaban.
Los primeros en aparecer fueron los Carlton. William era el cabeza de familia. Pasó con la arrogancia de un cuatrero que se ha enriquecido. Su mujer y sus hijos ocuparon el lado derecho de la sala. Al poco tiempo, Kirk Mayer atravesó la puerta con su mujer, sus amantes y todos sus hijos. Los bastardos incluidos. El mayor reconocido era Jeremy. Los tres hijos fuera del matrimonio ejercían de chulos para su prostíbulo. Ocuparon el lado izquierdo mientras Kirk tomaba asiento donde el alcalde le indicaba. Su aspecto sureño, con el bigote largo, le dotaba de cierta distinción.
–¿A qué viene esta reunión, señor alcalde? –William Carlton era conocido por su falta de paciencia. Un hombre directo y violento. Inesperado para alguien de su edad. Guardaba la misma energía que tenía de joven.
–Como saben, hemos perdido a McCoy. Encontraron el cadáver en las tierras del señor Carlton. Fue el ayudante Collins quien me informó.
–En nada tuvimos algo que ver con la muerte de Ray. Me encontraba reunido en la casa grande con toda mi familia. Teníamos invitados y atendíamos una transacción de ganado muy importante para nosotros. Puede usted corroborarlo.
–Entonces, ¿qué hacía McCoy en su propiedad?
–Preguntaba por la viuda de Folder. Había sido asesinada en su casa. Yo mismo le facilité la información que me pedía.
–La viuda de Folder trabajaba en su establecimiento, ¿me equivoco, señor Mayer?
–Está en lo cierto, alcalde. Aunque no entiendo una cosa… ¿Está preguntándonos en calidad de juez?
–Estoy preguntando en calidad de amigo. Sabéis que he crecido con McCoy. Solo quiero aclarar lo sucedido y rendir un homenaje a su memoria.
–¡Jake Wellington es un hombre sensible, damas y caballeros! –La exclamación de William Carlton era excesivamente alta. –¡Honremos la memoria de McCoy!
–Le contaré, entonces, lo que conozco del caso de la viuda. Un cliente embriagado la siguió hasta casa y se sobrepasó con ella. La mató después. Al culpable se le ahorcó la semana pasada. Fue el mismo McCoy quien lo detuvo. No entiendo el motivo de la investigación.
–Tal vez siguiera la huella de un contrato. Alguien quería a la viuda fuera de su camino por algún motivo. –William Carlton se puso en pie de forma violenta. Su cara estaba roja de ira. Kirk se levantó para tranquilizarlo. El alcalde tuvo que suavizar la situación. –No me refiero a usted, William. Cálmese. No lo estoy acusando.
–¡No tengo la culpa de que McCoy estuviera en mis tierras! ¡Ese viejo estaba siempre detrás de mi pequeña Marie! ¡No le quitaba ojo!
–Ray era un hombre honorable, preocupado por que se cumpliera la ley. No insulte su memoria de esta forma.
–¿O qué, señor juez? ¿Vas a condenarnos?
–No me obligues a tomar cartas en el asunto. Solo he venido a esclarecer los hechos.
–No podrías, aunque quisieras –contestó Kirk –. Sabemos lo de las tierras.
–¿Qué tierras? ¿De qué estás hablando?
–Ha cambiado la titularidad de miles de acres que pertenecían al ayuntamiento. Ahora son suyos. Descubrí hace poco que la Transcontinental va a pasar por Pycott. Teniendo en cuenta que la compañía del ferrocarril paga cuarenta dólares por milla… está robando una cantidad importante al pueblo.
–¿Me está amenazando usted a mí, Mayer?
– No, señor alcalde. Estoy diciendo que puedo guardar este secreto. Yo también tengo tierras en el trayecto. Creo que los Carlton también podrán sostener esta losa, siempre que se olvide del asunto del sheriff. Después de todo, murió cumpliendo con su deber. Demos por concluida la reunión. Tanto el señor Carlton como yo mismo tenemos negocios que atender. Buenas tardes.
Wellington se quedó con la palabra en la boca. Todos los Mayer se levantaron y siguieron al patriarca. William Carlton imitó a Kirk, saliendo junto a él y estrechando sus manos. El alcalde observó a los jóvenes Marie Carlton y Jeremy Mayer uniendo sus manos sin pudor. Aquellas familias habían unido su poder. Con aquella alianza, Pycott estaba perdido. En cuanto se quedó solo, pensó una solución. La rabia y la impotencia eran su único combustible. Ray McCoy merecía una venganza. Cerró la sala de plenos y pasó al despacho que tenía como juez.
Había un reo en Pycott en espera de ejecución. A las doce del medio día sería su ahorcamiento. Estaba buscado por asesinato en cuatro estados. Tenía doce víctimas reconocidas; veintitrés víctimas no oficiales. Su nombre era desconocido. Sólo se le conocía por su apodo. Antes de que la noche cayera, se acercó a la comisaría. Por la puerta se escuchaban risas. Los alguaciles habían lanzado unos carbones encendidos sobre el lecho del recluso. Este había saltado fuera del camastro. Saltaba y se sacudía para evitar quemarse.
–¿Qué está ocurriendo?
–Nuestro invitado tenía frío. Le hemos ayudado a calentarse.
–Abra la celda. Saque a este hombre. –El silencio reinó en la comisaría. Los tres ayudantes de sheriff se miraron entre ellos. –Estoy aquí en calidad de juez. He indultado a este reo. Saquen al preso de la celda y siéntenlo frente a mí.
Wellington ocupó la mesa del sheriff. Abrió el cajón y sacó el antiguo cinturón de Ray. Se lo ajustó a su propia cintura mientras el preso era sentado en la silla opuesta.
–Me llamo Jake Wellington. Soy el juez de este pueblo, además de alcalde. Procesaré un indulto si acepta ser el sheriff de Pycott.
–¿Está loco? ¡Este hombre es un asesino!
–¡Cállese, Collins!
–Sería yo el loco si me negara a este ofrecimiento. ¿Qué hay detrás de tan generoso regalo?
–Una condición, se la diré cuando haya aceptado.
–Estoy dentro, viejo. Ya se lo he dicho.
–Pues firme aquí. Tendrá que poner el nombre y su firma. –Los ayudantes de sheriff se rieron.
–No ha querido identificarse. Le llamamos Dakota. Es de donde dice proceder.
–He dicho que se calle, Collins.
El preso rellenó aquel contrato con el nombre de Dakota Joe y una elaborada rúbrica. Tras la firma, el juez ofreció la placa junto con su respectivo revólver. El recién nombrado sheriff se levantó hacia el armero. Tomó una cartuchera de las seis que había colgadas en el pequeño armario. Se ajustó el cinto con lentitud y colocó la insignia en la solapa del chaleco negro. Miró con furia a Collins, al otro lado de la comisaría. Estaba a punto de desenfundar cuando escuchó dos disparos consecutivos. El juez había matado a los dos ayudantes, inmovilizados por el miedo. Collins cayó antes de que pudiera sacar su revólver. Dakota Joe había sobrevivido tanto tiempo gracias a la rapidez.
–Tengo que ponerle al día. Estos hombres están pagados por la familia Mayer. El que ha matado usted disparó contra su superior hace dos noches. Hoy lo he confirmado. Los Carlton son los únicos ganaderos de la zona. Los demás han ido desapareciendo misteriosamente. Las propiedades de los desaparecidos eran reclamadas por William Carlton como deudas de juego. Lo ha hecho hasta en cuatro ocasiones.
–Todavía no sé qué tengo que hacer en todo esto.
–Quiero que se sobrepase en el cargo. Use la insignia como escudo y acabe con Mayer y con Carlton. Los quiero muertos por lo que le hicieron al pobre Ray.
–Debo suponer… –Dakota rebuscó en el cadáver de Collins hasta encontrar un cigarro. Lo encendió con lentitud. –…que ese tal Ray era amigo suyo.
–Era el anterior sheriff. –Dakota abrió los ojos en exceso.
–Comprendo. Me ha dado un escudo y una diana al mismo tiempo. No espera que yo sobreviva.
–Tampoco espero sobrevivir a esto. Se trata de salvar al pueblo. Con ellos al mando, esta gente vivirá un infierno.
Saboreó el humo del cigarro en su boca. Se puso en pie, recargó el revólver y salió a la calle. Algunas personas se habían acercado para averiguar el motivo de los disparos. Al ver salir al alcalde junto con el nuevo sheriff, se relajaron.
–Vayan a sus casas. Estamos realizando algunas detenciones. No se preocupen por nada, quédense dentro.
La noche ya había caído, iluminándose las fachadas de cada edificio con farolillos de aceite.
–Comenzaré enseguida.
1 COMENTARIO
Buen relato Samu!!!!