Las tres esquinas
El pueblo fronterizo de Holly Springs estaba acostumbrado a la visita de forasteros. Nick Bowman acababa enterrando a aquellos que se pasaban de la raya. La barbería estaba justo en frente de su funeraria. Jameson había sido cirujano en la guerra. A parte de afeitar a navaja, era capaz de entablillar huesos rotos y sacar muelas podridas de la boca. Los dos habían trabado buena amistad con el paso de los años. Entre estos dos negocios, justo en frente de ellos, se encontraba la cantina de Lincoln. El lugar era conocido como las tres esquinas, ya que eran los negocios más prósperos de Holly Springs.
Tommy, el hijo del alfarero, llegó a la intersección de los tres negocios con gritos de alarma. Sus hermanos habían visto a la banda de Hudson en las cercanías. Se encontraban a una jornada de viaje. El sheriff Woods recogió la noticia e interrogó a Tommy. Eran seis tipos los que acompañaban a Harry Hudson. Tras conocer todos los detalles que el chico fue capaz de recordar, hizo una seña a sus dos ayudantes. Los tres representantes de la ley se encerraron en la oficina del sheriff. Al cabo de un rato, salieron fuertemente armados.
Bowman siempre vestía de forma impecable. Era la cara de su negocio. Su alto sombrero de copa se había convertido en señal de identidad. Salió a la puerta de su negocio apretando el cinturón del revólver. Jamás lo usaba aunque prefería lucirlo para disuadir a posibles asaltantes. Jameson afilaba la navaja en el porche de su barbería, justo en frente. Saludó al enterrador bajando la cabeza y tocando el bombín que llevaba. Bowman levantó levemente su sombrero de copa como respuesta. Al contrario que Bowman, el barbero era grueso como la columna de un templo. El enterrador cruzó la calle y se situó frente a la silla mecedora de su vecino. Jameson no tenía el día para bromas. Tomó asiento en un pequeño taburete justo al lado.
–Creo que se avecinan problemas.
–La banda de Hudson, acabo de escucharlo –dijo Jameson –. Estuvieron En Harold Falls hace unas semanas. Se fueron dejando dos cadáveres al amanecer.
–El sheriff no los dejará salir vivos de aquí.
–No tiene jurisdicción para detenerlos. Deben de infligir la ley en este pueblo para encerrarlos en la cárcel.
–Vaya, creí que tendría algo de trabajo esta semana.
–Siempre me ha escamado una cosa, Bowman. ¿Quién te paga?
–Phillips, el cura. Me da una pequeña parte de las recaudaciones del domingo. El alcalde también me paga, lo considera un servicio comunitario aunque no se estira mucho. Y los muertos, por supuesto. Lo que tienen de valor es requisado para el buen hacer del negocio. –El enterrador tomó la botella que descansaba en el suelo. Comprobó que la botella estaba prácticamente llena y le dio un largo trago. El whisky quemó su garganta durante unos momentos.
–Esto no es lo de siempre, parece mejor que el matarratas que vende Lincoln en su bar.
–Lo ha traído la diligencia esta mañana. Es whisky canadiense. Hecho en barricas de arce, no en el culo de cualquier caballo. –Jameson arrebató la botella de las manos del enterrador y bebió otro trago. En aquella ocasión lo dejó a su izquierda, lejos de las zarpas de su compañero. Guardó la navaja en el bolsillo de su chaleco, sacó un par de cigarros y le tendió uno a Bowman. El enterrador lo agarró con su huesuda mano. Sacó una pequeña caja de cerillas y lo encendió. Jameson parecía más introvertido que de costumbre. La conversación estuvo ausente durante toda la mañana.
El día transcurrió con tranquilidad. Entonces llegó la banda de Hudson y los nervios afloraron, invisibles, alrededor de los habitantes locales. Los siete caballos entraron cuando el sol caía en el horizonte, llenando la calle principal de polvo. En cuanto descabalgaron en el abrevadero, el sheriff Woods y sus dos ayudantes se aproximaron a ellos. Bowman y Jameson habían ocupado el porche de la barbería de nuevo. Desde allí podían contemplar en primera fila todo atisbo de acción. Hudson se aproximó al oficial. Woods habló con voz potente y firme.
–No hay orden de detención contra usted, Hudson. No cree problemas y no le daré problemas. –Hudson miró con intensidad al sheriff. Jameson contuvo la respiración. Había sacado su rifle al porche; el arma descansaba apoyada en la pared. Esperaba un mínimo movimiento del forajido para alargar el brazo y derribar a alguno de sus hombres. No hubo ocasión, el bigote de Hudson dibujó una sonrisa.
–No sé qué insinúa, sheriff. Somos simples viajeros buscando un baño, un trago y algo de cena.
–Pues tienen la cantina justo delante de ustedes. Norman Lincoln alquila habitaciones en la planta de arriba.
–Gracias sheriff. ¿Hay mujeres en este pueblo?
–El lupanar es la última casa del pueblo, en aquella dirección, justo al lado del banco. Si tocan a cualquier otra chica, tendrán que vérselas conmigo. –Los ayudantes del sheriff cargaron sendos rifles al mismo tiempo. Él se señaló la placa como recordatorio. Los siete hombres atravesaron las puertas abatibles de la cantina. Una vez entraron, el sheriff y sus ayudantes regresaron a su oficina. Jameson observaba con los ojos desorbitados el batir de las puertas.
–¿Qué ocurre, barbero?
–Aquellos hombres no deberían salir vivos de este pueblo.
–¿A qué viene esa hostilidad? No han hecho nada, por el momento.
–No me has preguntado por qué sabía lo de Harold Falls.
–¿Te refieres a los hombres que la banda de Hudson asesinó?
–Mi hija vive en aquel pueblo. Uno de los cadáveres era su marido. –El enterrador tragó saliva. Jameson había mantenido la calma hasta aquel momento. El dique que había construido para contener sus emociones se derrumbaba. –Era un buen tipo, Nick. Un chico trabajador. Poseía varias cabezas de ganado. Ahora mi hija se ha quedado sola con los dos pequeños. –Retiró las lágrimas de su rostro.
–¿Qué piensas hacer?
–De momento, esperar. –Jameson había recuperado la entereza. Delante del rifle se encontraba la botella de whisky. Apenas quedaban dos tragos. Dio uno y se lo pasó a su amigo. Bowman aceptó el último trago de whisky, dejando la botella en el suelo.
–No me sentiría bien si haces alguna tontería y no estuviera delante para verlo.
Jameson sonrió a su enjuto amigo. Tras un rato de espera, se levantó y contó el plan que tenía en mente.
–¿Dinamita? ¿De dónde la has sacado?
–Tengo este cartucho desde hace tiempo, puede que ni si quiera encienda.
–Deberíamos decírselo a Woods.
–No quiero acabar en la horca. Por muy bellacos que hayan sido en otro estado, aquí no han hecho nada.
–De acuerdo, lo haremos a tu manera.
Los dos hombres apagaron los candiles de la barbería. Se situaron en la calle del prostíbulo, justo en la entrada del banco. Camuflaron su posición con unos barriles vacios. Esperaron hasta que los hombres de Hudson decidieron visitar a las prostitutas. Iban borrachos como cubas. Jameson hizo señas a Bowman para que encendiera el cartucho. Cuando la mecha comenzó a humear, lo lanzó contra la puerta del banco, a escasa distancia de ellos. Luego corrieron hacia el lateral del edificio, ocultándose de las miradas de la banda. La mecha se consumió rauda hasta que el cartucho hizo explosión. Los siete forasteros volvieron sus cabezas hacia el edificio. La puerta principal había volado por los aires, soltando trozos de madera y astillas a su alrededor. Un pequeño fuego sobrevivía en el marco de la entrada. Los siete hombres se desperdigaron por la calle mientras desenfundaban sus armas. El estado de ebriedad dificultaba sus movimientos. Jameson disparó su rifle. Abatió a dos hombres antes de que alcanzaran cualquier cobertura. Bowman apuntó su revólver. Tardó en disparar. Una cosa era enterrar a los muertos y otra distinta era producirlos. Estaba tardando demasiado, aquellos hombres conseguirían cubrirse si no hacía nada. La ventaja de la sorpresa se disiparía y les devolverían los disparos. Aunó todo el valor del que fue capaz y disparó. Alcanzó a uno por la espalda. Era Hudson. Jameson consiguió abatir al resto. Había desempolvado sus habilidades como soldado. Ninguno consiguió devolver el fuego. A los pocos minutos, el sheriff Woods apareció a caballo junto a sus ayudantes. Se quedaron mirando todo aquel estropicio. Jameson fue el que dio las explicaciones mientras el sheriff descabalgaba y comprobaba las identidades de aquellos hombres.
–Intentaron asaltar el banco, sheriff. Bowman y yo pasábamos por aquí y lo impedimos.
–¡Mentira! –La exclamación de Hudson sonaba débil. Había sobrevivido al disparo del enterrador. –¡Nos han tendido una trampa!
–¿Es cierto lo que dice el barbero, Bowman?
–Así es, sheriff. Vimos como volaban la puerta del banco con un cartucho de dinamita. Fue una suerte el que estuviéramos cerca.
El sheriff agarró a Hudson, era el único superviviente. Los demás habían dejado de respirar gracias al rifle de Jameson. Poco a poco, la calle fue llenándose de gente.
–¿Qué hacemos con los muertos, sheriff?
–Ayudad a Bowman –dijo Woods a sus chicos –. Jameson, ¿no tienes nada más que decir?
–Solo que lamento que Hudson sobreviviera a nuestras balas.
Woods desenfundó rápido, en un alarde de velocidad. Ofreció la culata de su pistola al barbero. Este la tomó dubitativo. El sheriff asintió. Su mirada reflejaba cierta sinceridad. Jameson amartilló el revólver y disparó sobre el cuerpo herido de Hudson. El tiro atravesó el corazón, dejando el cuerpo inerte.
–Gracias, sheriff.
–Ha sido en legítima defensa. Estos hombres intentaban asaltar el banco. Vamos, retiremos esta escoria antes de que se los coman los gusanos.
Bowman transportó la carretilla con la que movía a los cadáveres. Le costó varios viajes llevar los cuerpos hasta su funeraria. Una vez que borraron todo rastro de violencia, Jameson suspiró aliviado. El sheriff se volvió a hablar con él.
–¿Estás más tranquilo, Jameson?
–Así es, sheriff.
–¿Cómo está tu hija? Tengo entendido que vive en una pequeña granja.
–Está viuda, hace poco que murió su marido.
–Comprendo. Es duro vivir en estos tiempos. –El sheriff volvió a montar en su caballo. –No vuelva a hacer nada parecido en su vida, es un consejo.
Jameson vio alejarse a Woods junto a los dos ayudantes. De pronto sintió vergüenza de sus actos. Sus piernas temblaron y rompió a llorar en cuestión de segundos. Bowman lo arrastró hacia su casa, donde abrieron una nueva botella de whisky.