Espantapájaros
El ferrocarril había dejado a Grapes alejado del pueblo. El mentón prominente y la mirada hundida, hacían que las mujeres torcieran el rostro al observarlo. Avanzó por la calle principal de Weston, evitando los excrementos de caballo. Cada paso atraía las miradas torvas de la gente. Su gabán, de color crema y largo hasta las botas, tapaba el revólver Colt Navy en su cinto. Con el ala ancha del sombrero cubría la mirada azul, desconfiada. Saludó con educación a cada transeúnte. Las damas sentían ver a alguien grotesco. Los hombres se quedaban con la simple formalidad del saludo. Lo llamaban el espantapájaros a sus espaldas. Entró en el salón del pueblo y observó el interior. Tres parroquianos jugaban a los dados en una mesa lejana a la barra. El barman se quedó mirando con seriedad al recién llegado. Grapes anduvo con lentitud, manteniendo la mirada azul sobre el camarero hasta llegar a su altura.
–Whisky, doble.
El camarero sirvió un vaso pequeño hasta el borde. La botella temblaba por un pulso irregular, poco profesional. El mentón prominente apuntaba en todo momento a su objetivo. La descripción coincidía con la facilitada por el Marshall Willis. El barman sufría alopecia incipiente y llevaba bigote. Antes de huir de Iowa City, iba afeitado. Retiró el abrigo para mostrar el Colt en su cintura. Fue precavido antes de desenfundar. Alguien empujó las puertas abatibles de la entrada. Se volvió con discreción hacia el recién llegado. Vio la estrella dorada brillando en el pecho de aquel hombre. Volvió su cuerpo por completo y se presentó.
–Saludos, sheriff. Iba a visitarle después de tomar un trago. Barman, ponga algo a nuestro amigo.
–Zarzaparrilla, Coddy. No tengo el placer de conocerle, señor.
–Joel Grapes. Cazador de recompensas. Usted debe ser el Sheriff Mulligan. El Marshall Willis habló de usted.
Frente al veterano oficial de pobladas patillas, plantó un cartel de búsqueda. La imagen era muy parecida al barman que les estaba sirviendo. A continuación, Grapes desenfundó con lentitud el Colt y apuntó al camarero. El sheriff asintió, cambiando la mirada confiada por otra mucho más dura.
–Coddy, ¿qué has hecho?
–No sé cómo le ha dicho que se llama. Su identidad responde al nombre de Bruce Copperfield, de origen británico. Lleva tres muertes a sus espaldas. Todas de mujeres mayores con las que se casaba. Al fallecer, la fortuna pasaba a formar parte de su patrimonio. Por eso has podido comprar este magnífico salón, ¿verdad? –El camarero estaba inmóvil, blanco como un cadáver. Las gotas de sudor resbalaban desde su calva hasta la barbilla. Grapes miraba a su presa sin perder sus movimientos de vista. –Las asfixiaba en la cama, sheriff. El Marshall sospecha que eran víctimas de distintas atrocidades, no sabemos si antes o después de matarlas.
–¿Cómo es que sabe tanto de Coddy?
–Bruce Copperfield, sheriff. No se deje engañar más por este criminal. La última víctima fue en Iowa City. Se trataba de la tía del Marshall Willis. La implicación en el caso es máxima. Voy a llevármelo para que lo juzguen como se debe.
El barman no pudo resistir más la presión. Alargó los brazos hacia la zona inferior de la barra. La escopeta que reservaba para los altercados acabó apuntando a los dos representantes de la ley. Al menos, aquella fue la intención. Grapes no tuvo piedad. Apretó el gatillo dos veces. El barman cayó hacia atrás, dejando caer la escopeta al suelo. Cuatro botellas de bourbon se hicieron añicos con el impacto del cuerpo agujereado. El sheriff había saltado hacia atrás; también había disparado. Tras unos segundos de agonía, Bruce Copperfield acababa falleciendo.
–Maldita sea… Ya no puedes fiarte de nadie. Me caía bien este tipo.
–Me debe quinientos dólares, sheriff. Aquí está la orden expedida por el Marshall. Vivo o muerto.
–Lo sé, lo sé. Sígame a la comisaría. Necesitaré que firme algunos recibos.
Solo tuvo que caminar una decena de pasos. La comisaría formaba el edificio contiguo. Frente a ellos, se encontraba el ayuntamiento. Entre los dos, cargaron el cadáver de Copperfield hasta dejarlo sobre una de las sillas del sheriff. Los ayudantes se alarmaron ante la muerte de un ciudadano conocido.
–Tranquilos, chicos. Este hombre es Grapes. Cazador de recompensas, por lo que dice su documentación. Coddy era un tipo buscado por tres asesinatos.
–Nadie lo hubiera dicho –comentó Johnson para regresar al periódico.
–Claro que no, ahora mueve el culo de tu mesa y manda un telegrama al Marshall Willis. Blake, saca quinientos dólares de la caja. Entrégueselos al señor Grapes.
El ayudante Johnson pasó desafiante al lado del caza-recompensas hasta salir de la comisaría. Grapes esperó en silencio, de pie frente a la mesa del sheriff. Cuando el ayudante Blake le entregó el dinero, se dispuso a marcharse.
–Un momento, amigo. Tengo otro trabajo. Tal vez le interese.
–¿De qué se trata?
–Hay un cuatrero por las inmediaciones que se dedica al robo de ganado. Su identidad es desconocida pero vende las cabezas robadas en la frontera con Kansas. No actúa con violencia aunque puede ser agresivo si se siente amenazado. Vale dos mil, vivo. La mitad si lo trae muerto. Los afectados quieren recuperar el ganado o el dinero, se dedicará parte de la recompensa a compensar a los afectados.
–¿Y si consigo el ganado?
–Dependerá de si recupera todo o una parte. Tendrá que negociar con los propietarios. Estas son las condiciones.
Grapes escuchaba de espaldas al sheriff. La oferta era jugosa aunque imprecisa. Debía hacer todo el trabajo de investigación.
–Lo haré, si ofreces un adelanto.
–No puedo hacer eso. Para cobrar tienes que traer al cuatrero ante mí. Sin embargo, le daré doscientos dólares de mi bolsillo. Cubrirá su manutención durante un tiempo. Luego lo recuperaré de la recompensa, si lo consigue.
Grapes se quedó unos segundos pensativo. Con dos mil dólares podía arreglarse un tiempo, comprar unos acres de tierra y probar la vida de ganadero.
–Está bien, me ocuparé de ello.
Antes de salir, fue al colmado del pueblo. Invirtió el dinero del sheriff en comprar un caballo con su correspondiente silla y provisiones para una semana de viaje. Pagó, con la recompensa por Bruce Copperfield, un nuevo Winchester para la caza. Hizo acopio de toda la munición que cabía en las alforjas. Una vez preparado, dirigió su montura hacia Kansas.
Tres días de viaje lo condujeron al estado vecino. La primera explotación ganadera que encontró constaba de dos mil caballos. Se aventuró a preguntar al propietario de las tierras. Encontró una enorme casa frente a las cuadras. Los dos edificios eran extensos. Debían vivir varias familias en aquel lugar. Se aproximó a un trabajador negro y solicitó ver al dueño. Al poco tiempo, un hombre de mediana edad salió del interior con su vestimenta de cowboy.
–Soy el señor Callaghan. ¿Qué desea?
–Me llamo Grapes. Investigo en nombre del sheriff Mulligan los robos de ganado. No se producen en este condado, sino en Misuri.
–¿Cómo podría ayudarle?
–¿Ha comprado ganado en las últimas ocho semanas?
–Así es, al chico de los McAlister.
–¿Suele comprarle ganado con frecuencia?
–Así es. Desde que perdió a sus padres. Tiene diez años y dudo que sea capaz de robar a nadie.
–¿Los McAlister tienen ganado?
–Una decena de reses, dos docenas de caballos y algunos cerdos.
–De acuerdo, gracias por la información.
–Solo podrá hablar con el chico. Al padre lo mataron los indios el año pasado. La madre murió de fiebre, tras dar a luz a la pequeña Susana. Viven hacia el oeste, a dos millas de aquí.
Grapes asintió y subió al caballo de nuevo. Sin añadir más palabras, dio la vuelta a su montura. Recorrió la distancia hacia la finca vecina. Al llegar a la zona, observó la construcción para los animales. Era de menor tamaño que la de Callaghan. El edificio principal constaba de una planta, toda de madera. Grapes descabalgó del caballo y avanzó hasta quedar frente al porche. Llamó a voces a la gente del interior. Al cabo de unos largos segundos, la hoja de madera se abrió con lentitud. El niño de diez años portaba un revólver cargado. La figura de un adulto surgió tras él. Era un hombre negro, envejecido más por la vida que por el tiempo.
–Vengo en nombre del sheriff Mulligan. Solo quiero hablar con el dueño.
–Baje el arma, pequeño William. Es un representante de la ley.
El niño obedeció al hombre mayor. Invitó a pasar al alto y enjuto caza-recompensas. Con paso lento, Grapes entró en la vivienda. A la mesa, estaban reunidas dos niñas pequeñas. Otro chico negro, más joven, les daba la comida del plato. Grapes tomó asiento en el lugar que indicó el pequeño William. Estaba frente a las niñas.
–Acabamos de terminar de comer. Él es Max, otro negro que trabajaba para el señor McAlister. Cuando falleció, nos ocupamos nosotros de su familia.
–¿Cómo salen adelante?
–Tenemos animales. Solemos vender ganado a los vecinos o en la feria de Kansas City. Así vamos tirando.
–¿Es normal que tu esclavo negro hable por ti todo el tiempo, chico?
–No son esclavos. Son trabajadores libres.
–Como sea… En Misuri hay continuos robos de ganado. No se conoce al culpable pero todo indica que se encuentra en esta región. Quería saber si han sufrido alguna pérdida o asalto.
–No se ha dado el caso –dijo el chico con expresión dura.
–Entiendo. –Grapes guardó silencio mientras analizaba las palabras. Aquella extraña familia estaba ocultando la verdad. Pensó en cómo lo habían realizado. El chaval podía ser un gran jinete, dadas las circunstancias. Enlazar varias cabezas de ganado y huir antes de que nadie pudiera percatarse, podía ser factible. Así lo hubiera hecho él. Sin embargo, el ganado se marcaba. Debía observar aquellos caballos más de cerca. –No les importará que eche un vistazo por ahí, ¿verdad?
–Está abusando de nuestra hospitalidad –respondió el niño –. Quiero que se marche.
El revólver volvió a apuntar al caza-recompensas. Grapes se levantó con la mirada de hielo. Salió al exterior sin mirar atrás. Montó en su caballo y se alejó hasta que no pudieron seguirle con la vista. De pronto, viró la dirección de su montura y cabalgó campo a través hacia los establos. Dejó el caballo atado a un solitario árbol y se acercó con el mayor sigilo que pudo. Tras desprender algunas tablas, invadió el interior en busca de alguna prueba. La piel de los caballos tenía un sello y parecía reciente. Era el sello de los McAlister. En el costado inverso, también tenían otra marca reciente, aunque plana y sin distinción. La típica señal para limpiar el rastro del delito. Ante él estaba la prueba del robo.
Debía capturar a aquel chaval vivo. Decidió seguir en el establo hasta percibir algún movimiento. A última hora de la tarde, el chico salió en compañía del joven negro. Iban directos a los establos. Grapes debía actuar. Se movió con sigilo para salir a su encuentro. El factor sorpresa desapareció, de pronto. Derribó, sin querer, una decena de bocados para las monturas. El ruido atrajo las miradas, tanto del chico como del joven. El pequeño William disparó primero. Joel tuvo que devolver el fuego. Notó la bala penetrando su pierna derecha. Aquello lo hizo caer. No alcanzó a William por poco. Sin embargo, el joven negro recibió el disparo destinado al chico. Se dobló sobre sí mismo hasta caer de rodillas. William, volviéndose loco, disparó el resto de la munición sin apuntar. Seguía avanzando hacia el espantapájaros aún cuando la munición se había agotado. Grapes quedó frente al chico, con la mitad de las balas en el tambor. Se incorporó con todo el dolor del disparo. Su herida era limpia aunque dolía y perdía mucha sangre. Debía capturar vivo a aquel chico.
–Tira el revólver, chaval. Hazme caso o me veré obligado a matarte.
–¿Por qué has vuelto? ¿Tan difícil era dejarme con mis propios asuntos? ¡No tengo a nadie más que a esta gente y tú quieres matarnos!
–No vengo a matarte, quiero entregar al ladrón de ganado. Nada más. Tira el revólver y ven conmigo.
El chico obedeció. Lanzó su arma al charco de sangre que se estaba formando frente a Grapes. Si regresaba con el chico y los cuarenta caballos del establo, podría cobrar los dos mil dólares.
La puerta de la vivienda se abrió de pronto. El hombre negro, envejecido, portaba una escopeta. No dudó en usarla. Grapes recibió el primer disparo en el costado. El siguiente se alojó en su espalda. El viejo agotó la munición mientras se acercaba hasta su hijo. Acertó una nueva ocasión, el resto de disparos se perdieron en el crepúsculo. Grapes dejó de moverse. El hombre de la escopeta se acercó a su chico. Aunque estaba malherido, todavía respiraba. William observó la muerte del caza-recompensas sin compasión.
–¿Cómo está Max? –preguntó sin quitar la mirada del caza-recompensas.
–Estoy… bien…
–Sobrevivirá, señorito William.
–Lo pasaremos a casa entre los dos. Yo lo tomaré por las piernas.
–¿Qué hacemos con el entrometido, señor McAlister?
–Se lo comerán los cerdos. Con sus ropas haremos un nuevo espantapájaros. Llevemos a Max al interior. Luego registraremos al caza-recompensas. Vamos, amigo. Tenemos que cerrarte esa herida. Aguanta el dolor un poco más. Casi estamos.