
Moderna Navidad








Jerome se encargaba de la decoración todos los años. Era el más alto de la plantilla. A Celine le encantaba ver aquel cuerpo esbelto haciendo posturas imposibles. Se pasaba el proceso bajo la escalera, pasando los adornos navideños. Su intención era ver el musculado abdomen de aquel cuerpo negro. Jerry era el primero, como jefe, en anunciar el inicio de la decoración. Solía coincidir con el día posterior al de acción de gracias. Aquel año, Jerry había tardado dos días en anunciar la colocación de los adornos. Su jovial espíritu navideño había caído, arrastrando el ambiente de aquel bazar tecnológico. Al finalizar, Jerome se acercó al despacho de su jefe. Estaba examinando las ventas.
–¿Va todo bien, Jerry? Te noto preocupado. Si puedo ayudarte en algo…
–Ah, no. No es nada, Williams. Es solo que…
El llanto acudió por sorpresa. Jerome se sentó y trató de calmar a su amigo. Tras reponerse con esfuerzo, intentó hablar con el empleado.
–¿Sabes quién es Jimmy, el Nudillos?
–Ni idea.
–Yo tampoco sabía quién era. La semana pasada tuve noticias suyas por primera vez. Mi hermano me la ha vuelto a jugar… Apostó un dinero que no tenía poniendo la tienda de aval. Si no pago, las consecuencias serán brutales.
–Joder, amigo… no me esperaba esto. ¿Cuánto dinero debes?
–Veinte mil más los intereses, cuarenta mil en total. La vida de mi hermano está en juego.
–¿Y no te deja pagarlo a plazos?
–He conseguido una moratoria. Le he entregado diez mil. Quiere el resto para antes de Navidad. El veintidós de diciembre, a las once de la mañana, termina el plazo.
–Podemos esforzarnos en las ventas. No te preocupes. Lo arreglaremos.
El jefe inició un llanto continuo y silencioso. En aquel momento, Celine apareció en el despacho. Se sentó en silencio al lado de Jerome. La chica, de origen mexicano, extendió un pañuelo a Jerry.
–No es que maten a mi hermano, que ya es grave. Si voy a la policía o no cubro la deuda, incendiarán mi tienda para que cobre el seguro. Entonces se llevarán todo, dejándome en la ruina.
–Eso si te dejan vivir… ¿Es el Nudillos? ¿Le has pedido pasta al Nudillos? Estás jodido Jerry. Nadie le pide dinero a ese loco.
–Cállate, Celine –dijo su compañero –. No es el mejor momento para reproches.
–Lo siento. Mi hermano Matt trabaja para él. Es el que le hace la colada. Dice que está bastante desequilibrado.
–¿Lo conoces? ¿Tu hermano puede ayudarme?
–¿Matt? Qué va… Está quejándose todo el rato de que es el último mono. Tendrás que pagar.
La desesperación acudió de nuevo a Jerry. Sus sonrosadas mejillas enrojecieron por el paso de las lágrimas. Jerome guiñó el ojo a Celine y habló con el jefe.
–Ahora lo ves todo muy turbio. Estamos cerca de Navidad, la gente va querer renovar sus decoraciones. Vamos a buscar los productos que nos dejen mayor margen de ganancias. Será fácil. Tengo el ojo puesto en algunos productos que nos van a quitar de las manos.
–Tienes razón. Cerraré por el resto del día. Mañana afrontaré este problema desde otra perspectiva, supongo.
–Eso es –dijo Celine – mañana será otro día. Trabajaremos al máximo para sacarte de este lío, Jerry.
–Gracias chicos. Podéis iros a casa. Yo me quedaré a cerrar.
La apertura del día siguiente se hizo con optimismo. Fueron Celine y Jerome los encargados de subir el ánimo del jefe. Habían hecho el pedido según el presupuesto mínimo. La mayoría eran adornos navideños con un avance tecnológico que los hacía más atractivos. El Santa Claus proyectado en holograma y activado por movimiento fue el artículo más vendido. Toda la ciudad había adquirido uno para la entrada de sus domicilios. La imagen de luz deseaba unas felices fiestas a los recién llegados. Había distintas opciones, hasta doce formas diferentes de expresión. También había opciones para otros idiomas. Hacia el catorce de diciembre, Jerry gozaba de una seguridad inquebrantable. Los cálculos de Jerome habían dado el fruto esperado. Todo marchaba sobre ruedas, hasta la llegada de Paolo Ocho Dedos.
La entrada de aquella pareja de matones se produjo a última hora de la tarde. Habían vendido todos los hologramas de Santa Claus y contaban las ganancias. Los matones se plantaron delante de la caja, reclamando parte del pago.
–¿Qué coño haces aquí, Matt? –preguntó Clarise, airada con su hermano.
–Estoy trabajando. Nos manda el Nudillos. Quiere que le deis un adelanto.
–Eh, Matt. Calladito. Aquí soy yo quien está al mando. Como el aguafiestas de mi compañero dice, queremos el aguinaldo de Navidad.
–Pero ya pacté con tu jefe que le entregaría todo el veintidós.
–Ha tenido gastos extra. Quiere ese adelanto. Diez mil pavos.
–Es todo lo que he ganado… No puedes llevarte el dinero, tengo que pagar a mis empleados, las facturas y…
–Todos tenemos problemas. ¿Quieres ver como se complica la vida con un brazo menos?
La tensión en la mirada de Jerry era evidente. Paolo sostuvo el odio con tranquilidad. Era parte del trabajo aguantar a tipos airados. Jerry fue algo más lejos. Cuando entregó el dinero de forma resignada, sustrajo la mitad en el último momento.
–Estos chicos han trabajado duro para sacarme de un aprieto. Se han ganado el sueldo y voy a entregárselo. –Dividió el fajo de billetes de nuevo y entregó las mitades a Jerome y a Clarise. Matt miró al propietario de la tienda con estupefacción.
–Vale, se hará como tú quieras.
Ocho Dedos tomó el dinero con la mano izquierda, aquella que delataba el motivo de su apodo. Le faltaban medio anular y el dedo meñique. Jerry se quedó mirando al matón con frialdad. Con una velocidad que sorprendió a los cuatro, Ocho Dedos golpeó la mano de Jerry. La tenía apoyada en la encimera. Aferró con la mano llena de billetes la muñeca del gerente. Con la culata de su arma, golpeó tantas veces que Jerry cayó de rodillas por el dolor. Tras unos veinte impactos, Ocho Dedos liberó el brazo del gerente. Tomó los billetes desperdigados por la encimera.
–Matt, quiero la pasta de los empleados.
–Don Paolo, la chica es mi hermana.
–¿En serio? Pues que se busque otro trabajo. Aquí no pagan a sus empleados. –Matt quedó inmóvil. –Ya le harás un detalle cuando el jefe nos pague la extra.
El joven matón, pidiendo disculpas, tomó los billetes de Clarise y de Jerome. Ellos se preocuparon por el estado de Jerry, cediendo sin dificultad su dinero. La pareja de intrusos se fue como había llegado, rápido y en silencio.
Al día siguiente, la moral de Jerry estaba por los suelos. Observaba su mano escayolada con impotencia. Jerome tuvo que exprimir hasta la última de sus búsquedas en internet. Al final, consiguió su objetivo. Había encontrado a un proveedor de drones que simulaban el carruaje de Santa Claus. El precio era elevado pero el margen de beneficios era suficiente para salir de aquel problema. Pidió el material con urgencia y pactó un pago aplazado a dos meses. El envío llegó a la tienda a última hora del día. Jerry miraba la mercancía con desconfianza. En cuanto Jerome salió fuera y comenzó a volar aquel trasto, la gente los pidió sin cesar. Entre los hologramas que habían vuelto a pedir, los nuevos juguetes voladores y la decoración convencional, Jerry había conseguido recuperar diez mil dólares el día diecisiete. Pagó a sus empleados y cubrió las deudas que faltaban. Para el veintiuno, tenía quince mil dólares de beneficio total.
–¿Qué vas a hacer, Jerry? –Jerome reflejaba la preocupación en su voz.
–Pedir un préstamo por la diferencia, no queda otra. Voy ahora al banco. Me dan veinte mil. Me sirve para ir tirando.
–Mañana es la entrega, ¿verdad?
–En el café La Gioconda. ¿Lo conoces?
–Una vez llevé a una chica allí. Puedo acompañarte. Clarise también quiere venir.
–No quiero ponerla en peligro. Mejor que se quede en casa.
–¿En peligro? Su hermano trabaja para el Nudillos. Es la que más protección tiene. Preocúpate por mí, capullo.
–Si me acompañas, deberás parecer un guardaespaldas o algo así. Clarise que venga también, si quiere. Tendrás que llevar el maletín, con esta mano no puedo. Voy a por el dinero. Te dejo a cargo de todo.
Tardó poco tiempo en llegar con un maletín grande. Pasó a su despacho y completó la suma. Veinte mil en total. Con el dinero a la vista, la impaciencia y la furia se acumulaban en él. Tenía que saldar la deuda cuanto antes. Llamó al teléfono de contacto y pactó la entrega para las ocho y media. El sitio donde le citaron era el mismo, café La Gioconda.
Los tres llegaron en el coche de Jerry. Las luces navideñas decoraban el exterior del café con saturación. Fueron recibidos por dos desconocidos de la misma edad que Matt. Atravesaron el bullicioso café hacia la zona del almacén. De fondo, se escuchaban villancicos en italiano. Dejaron el servicio atrás y pasaron por una puerta adyacente. El almacén estaba repleto de gente. Jerome contó ocho personas. Junto a los sacos y las botellas, había cinco hombres frente a una mesa de póker. A Paolo Ocho Dedos lo reconocieron como uno de los jugadores. Matt les salió al encuentro. Tomó el maletín de las manos de Jerome y lo situó sobre una caja grande. Comenzó a contar el dinero.
–¿Está todo, Mateo? –Quien habló fue un tipo con bigote americano. El pelo era blanco aunque su edad no pasaba de los cincuenta. Jerry lo miraba con terror.
–Hay veinte mil, Jimmy – contestó Matt. El hombre se tornó serio. Dejó las cartas sobre la mesa y se acercó a los recién llegados. Miró a Jerry a los ojos. El gerente se cubrió de forma instintiva con la mano escayolada.
–¿Por qué faltan veinte mil de los grandes?
–Paolo, se llevó el anticipo. Eran diez mil. Los otros diez mil te los pagué hace dos semanas, cuando me enteré de la deuda.
–No entiendes nada, ¿verdad? El dinero de Paolo era por las fechas.
–¿Las fechas?
–El aguinaldo, la generosidad. Ya sabes. La Navidad. Te dije que vinieras aquí con cuarenta mil. Has traído veinte mil. Me sigues debiendo dinero.
–Mañana te traeré los diez mil que faltan.
–Los veinte mil. No me gusta la gente que supone demasiado. Si me desobedeces, lo pagas.
La cara de Jerry quedó blanca como la nieve. Jerome tuvo que sujetarlo para que no cayera al suelo. Las risas de la mesa de póker eran hirientes, insultantes para el jefe del pequeño bazar. No se atrevió a hablar de nuevo.
–Ha saldado la deuda. Estás aprovechándote de él. –Clarise contenía la furia que sentía aunque no pudo permanecer callada más tiempo.
–Bueno, chica. Qué quieres que te diga… Es Navidad. Vamos, échame a esta escoria, hispano. No quiero perder más tiempo con ellos. Mañana quiero el dinero.
Los jugadores volvieron a estallar en carcajadas mientras el Nudillos ocupaba su asiento. Matt condujo al trío fuera del almacén. Los acompañó hasta el coche, donde se despidió de su hermana con un beso en la mejilla.
–Siento que hayas tenido que venir. Ya hablaremos en casa de madre. Cuidaos los tres. Mañana no vengas por aquí, Jerry. Me acercaré yo, lo más seguro, a saldar la deuda.
Asintió mientras perdía la mirada en el infinito. Dejó a Clarise y a Jerome en sus respectivas casas. Pasó la noche en el despacho, con la única compañía de dos botellas de whisky. A las nueve de la mañana, los chicos encontraron a Jerry durmiendo sobre el escritorio. Las botellas de whisky estaban vacías. Tardaron demasiado tiempo en espabilarlo. Matt apareció a las diez y media con una bolsa de deportes. Salió Clarise a verlo.
–¿Cómo ha ido? –Matt sonrió de oreja a oreja.
–Ha ganado Pietro. El Nudillos, Ocho Dedos y su grupo son historia. Además, he conseguido ascender. Tengo algo para vosotros.
Matt entregó la bolsa de deportes a su hermana. Jerome salió del despacho con Jerry agarrado a su brazo. La escayola estaba gris, con manchas negras y aspecto quebradizo.
–¿Qué pasa? ¿Vienes a matarme, Matt? No puedo pagar más dinero. Hazlo cuanto antes.
–Está todo arreglado, Jerry. No tienes que preocuparte más por la deuda. Hasta pronto.
Matt se marchó, rápido y sigiloso. Jerome abrió la bolsa azul marino y dio un salto hacia atrás. Jerry se asomó para ver el contenido. También cayó hacia atrás, impresionado. Clarise miró al interior de la bolsa. Sacó un cubo de plástico amarillo, traslúcido. En el interior flotaba la cabeza de Jimmy, el Nudillos. Su expresión reflejaba el horror de la derrota. Clarise escondió aquel extraño ámbar cúbico en la bolsa. A continuación sacó varios fajos de billetes. Jerry se lanzó a contar el dinero con su mano fracturada.
–Veinte mil dólares…
–Vaya, parece que mi hermano ha ascendido de verdad. Te han perdonado la deuda.
–Eso parece. Tomad, vuestra parte. Este dinero también es vuestro.
–Gracias, jefe. ¿Qué hacemos ahora?
–Enterrad la cabeza lejos de aquí. Solo falta que la policía nos acuse del crimen.
Jerome tomó la bolsa, comprobando que no quedara nada más que la cabeza de Jimmy. Clarise abrió la puerta del comercio y salió con el joven. Antes de marcharse, Jerry los llamó de nuevo.
–Gracias, amigos. Feliz Navidad.
